En Haridwar, cuando yo no sabía que sabía…

En Haridwar, cuando yo no sabía que sabía…

Llevé hacia el norte mi saludo al sol,

viajero en compañía de una luz recién amanecida,

ancha, extensa, pálida,

resuelta a ser acrecentada en su fulgor,

buscadora del más alto reflejo para su claridad de estrella vehemente.

Con ella me posé a los pies del Himalaya,

dhoti de neófito arropando sus poderosos hombros,

y de su seno, elevadas aristas,

agotadoras rocas deformadas por luces y por sombras,

afilado hielo ensangrentando el cielo despavorido.

Su cuerpo eternamente agónico y naciente resonaba

propagando la sempiterna consigna de su reino:

«El espacio es una forma del tiempo, que es el prodigio».

Pero yo no sabía que sabía…

Descendí por un sinfín de veneros

como si lo hiciera en el cabello de Shiva,

otorgado bajo forma de arroyo. Afluente, riachuelo,

fui cauce infinito componiendo con agua turbulenta

el río del Cielo.

Hasta que el valle se hizo llamar llanura en Haridwar.

Seguí aquel ancho curso haciéndose más y más tranquilo.

Me detuve con él, atento, cuidadoso, dispuesto para ‘algo’, no sabía…

Sacudí el polvo de mis ropas, me alisé el cabello,

lavé mis manos en el agua bañada por el sol.

Luego me sumergí yo entero, preparado para ‘algo’.

Ignoraba por qué, en aquel extraño orden, me cubría de dignidad.

No sabía que sabía, ¡estando tan cerca de Loquenoseve!,

sin geografía, tiempo, ni acomodo físico.

Un nombre de misteriosa transparencia en el rumor del viento,

disuelto en cuentos de antiguas caravanas, de boca en boca propagados

por cada esquina de la antigua Mathura…

Paraíso escondido solo por la contumaz ceguera de los hombres,

allí se llegaba sin quererlo, dejándose llevar por versos o canciones,

exponiéndose a la gracia de pinturas o grabados,

iluminado por el relato de los sueños

por amor, pureza o compasión. Nunca por azar.

Ni mérito, ni seguimiento de ninguna regla.

No era el fin o el afán lo que capacitaba.

Por allí no se pasaba, aquel lugar se descubría.

Y yo tan sumamente cerca, sin saber que sabía

que Loquenoseve era un paraíso donde se repartían bendiciones

en forma de deseos cotidianos:

‘¡Buenos días, amigo, viaje, viajero, hermano, compañero!

Que tengas suerte, pásalo bien, sé feliz, regresa pronto…’

Dispuse mi apariencia mimetizado con el río del Cielo.

Fui agua primero, de lluvia o de deshielo, recogiéndome

gota a gota en las fuentes rumorosas de montes aledaños o lejanos,

luego seguí fluyendo en calma por orillas amigables, remansado,

estremecido de emoción antes de traspasar los límites,

amando el intacto momento de la dicha

sin suponer ni por asomo que pudiera ser tocada.

Sólo había que llegar y disfrutar la espera,

ajeno a recompensa o pretensión alguna.

¡No sé cómo lo supe ni por qué, o siquiera si fue así…!

Pero supe de otra condición definitiva.

Una vez a las puertas, había que hacerse parte, parte del todo.

Había que volverse trasparente con el agua,

y ‘hacerse de allí’, en un gesto de humildad elocuente y generoso.

Aquel marcado por su origen de forma tan perenne

que no pudiera olvidar de dónde procedía,

quiénes eran ‘los suyos’ o en qué creía, tendría cerrado el paso.

Sólo siendo se estaba, sólo así, se entraba.

Los que eran aceptados lo advertían porque podían darse la vuelta,

satisfechos simplemente contemplando sus invisibles límites

y sabiendo, como yo creía que sabía, al fin, en aquel momento.

Estaba allí, saludaba al sol, consciente de mí mismo en aquel todo.

Nada más necesitaba para estar conforme: Podía regresar.

Tal vez por eso me fue franqueada una puerta que siempre estuvo abierta.

Un paso más, un suspiro, una palabra, un gesto…  Y estuve dentro.

Hubo un cambio de luz, tal vez más irreal. Como correspondía.

Allí era más como de atardecer inmóvil, pintado

sobre un gran escenario de tierra inmensa, suave,

verde, dorada, cruzada por el cauce del río del Cielo

que era tan limpio como son todos los ríos

en los recuerdos de la infancia, bajo el sol y en los sueños.

Pacíficos barcos blancos navegaban en la dirección del agua.

El agua ancha y el cielo azul, todos seguían su curso. Hacia el mar.

Despacio, porque el río creaba sus márgenes a medida que fluía.

Y fluía despacio, haciendo a conciencia su trabajo.

No me asombré: Me pareció que había visto antes

el nacimiento de sus regiones descollantes y feraces

sumándose a las ya benditas por sus pretéritas orillas.

Como su fluir nunca se interrumpía, pues el agua del alma es inagotable,

su desembocadura era un destino legendario

y el mar, epítome de la esperanza nunca realizada.

Nadie habría querido ser el agua de ese mar eternamente burlado;

todos querían ser el agua dulce de este río y discurrir en su cauce.

En sus riberas se congregaban multitudes.

Razas, creencias, naciones, lenguas;

pero no desfilaban con banderas,

no coreaban el nombre de ninguna tierra con orgullo,

ni ostentaban sus rasgos, sus acentos, sus ideas, como común señal de identidad.

Aquí se venía solo, de uno en uno.

Se caminaba junto al río, se cantaba, se cogía el agua a manos llenas.

Los había que ansiaban recibir algunos dones superiores:

sabiduría, felicidad, contacto con lo divino. ¡La mayor expectativa!

Otros tan sólo deseaban pequeños regalos cotidianos:

buenas cosechas, la curación de una enfermedad

o suerte para encontrar un empleo.

Algunos parecían empeñados en recibir una limosna

de los más afortunados, sólo por poder entregar sus bendiciones,

aunque las distribuyeran igualmente sin retribución.

Todos aparecían resplandecientes y dichosos,

iban y regresan a la orilla, hacían sus peticiones,

danzaban, meditaban, oraban o lloraban ensimismados.

Muchos se sumergían en sus aguas limpias, que admirablemente

se purificaban todavía más con el contacto de su cuerpo.

Por donde pasaba, admirado entre amistosa muchedumbre

que exhibía ropas y sonrisas de todos los colores existentes,

era invitado a compartir, cantar o enredarme entre las cuerdas de un sitar

que desgranaba dulcemente ragas de media tarde.

Me deleité con todo sin detenerme demasiado,

decliné con prudencia los ofrecimientos de quedarme

pues me parecía imposible elegir. Sabía que no sabía suficiente…

Una isla de higueras sagradas emergió, exuberante de silencio,

en el corazón del pacífico tumulto.

Un isleño se dirigía a una pequeña concurrencia,

heterogénea como la multitud que se movía alrededor en oleadas.

Todo escuchaba. Y yo era parte.

Desde el opulento verde de las copas, las hojas

tendían al suelo sus zarcillos sensibles a la brisa,

como antenas inversas, buscadoras de la palabra primavera.

Interesadas en la explicación, se habría dicho.

Y que se estaba hablando de ellas, podría deducirse.

Tal vez fuera así. Por esa razón nada más, me detuve: para saberlo.

Fui cauteloso hasta alcanzar con sutileza las palabras dichas,

mas no lo suficiente, pues el orador detectó mi presencia.

Me indicó que me uniera a ellos con un gesto inequívoco y cordial,

¡y me llamó por mi nombre!

No me sorprendió, pues yo, de hecho, conocía el suyo.

Me senté en el suelo, en una elevación tras los demás.

Podía ver a todos claramente y oír que me tomaba como ejemplo.

Alguna argumentación expuesta cuando yo todavía no estaba…

«Mirad al visitante que acaba de unirse a nuestro grupo”,

dijo, sin señalarme siquiera con los ojos,

y aun así todos sabían sin volverse a quién se refería.

«Es un desconocido, a primera vista. También para mí,

aunque lo he llamado por su nombre.

Un acontecimiento excepcional del tiempo,

en este espacio sin tiempo que gozamos en Loquenoseve.

Podemos averiguar sobre él preguntándole de dónde viene,

cómo ha llegado y por qué se ha acercado hasta nosotros,

estando como están estas orillas llenas de un gentío que ofrece y canta,

y siempre acepta a cada desconocido como amigo,

hijo, hermano al que agasajar o con el que celebrar».

El orador cuyo nombre conocía,

isleño navegando las olas del silencio, hizo una pausa.

No esperó a que esperaran que aclarase nada.

Confió en que confiaran.

Cualquier pregunta se revelaría finalmente innecesaria.

Las claves se harían evidentes sin decirse.

Sin decir siquiera que la luz es más importante que los objetos que ilumina.

Y luego prosiguió:

« El paso le ha sido franqueado al que camina tras el sol,

pero su viaje no termina entre nosotros,

se ha detenido solamente a compartir curiosidad

con las hojas sensitivas de las higueras sagradas

y sombra con los sonidos de esta isla de silencio.

Es claro que busca lo que ignora,

y que ignora todavía que conoce.

A quien quisiera sostener que es un desconocido,

le diré que lo es tan sólo de una forma irrelevante.

Sabemos ya qué es, y su nombre es transparente

para el quiera mirar sin intencionalidad inquisitiva,

más allá del deseo de saber, por conocer tan solo .

El saber que busca un objetivo,

a veces descubriendo, a veces violentando,

genera una sed insaciable de saber más.

un estado extraordinario, imprescindible tal vez

para la especie y el individuo.

Pero inútil para el ser.

Sin saber seguiríamos en la edad remota.

O tal vez no, tal vez conocer profundamente

nos habría evolucionado de otra forma.

Más despacio, quizás, pero con menos sufrimiento.

¿Más deprisa, quizás, de esa manera?»

Un nuevo y elocuente silencio. Tiempo. Prolongado.

El orador cuyo nombre conocía me miró de forma amistosa y sostenida,

y volvió a enviar al viento sus palabras, sobre la espuma y las olas del silencio:

«Ha llegado hasta aquí, y está sentado como uno más entre nosotros.

Respira en calma, no hay temor alguno en su rostro.

Hemos estado juntos una fracción de nuestro inexistente tiempo,

tomado el mismo aire, recibido la misma claridad,

habitando el mismo círculo de paz.

Un pequeño fragmento de vida compartida

con este extraño acontecimiento excepcional.

¿Es de verdad extraño? Miradlo ahora de nuevo, os lo ruego».

Esta vez todos se volvieron hacia mí de forma simultánea,

incluso los zarcillos y sus hojas con más curiosidad que nunca

aunque sólo buscaban escuchar la palabra primavera.

Detrás de aquella lluvia de miradas había un cielo sin nubes.

Agradecí el momento.

En cualquier otro lugar, habría resultado intimidatorio,

pero no allí. No allí.

No me sentí interrogado por aquellos rostros,

sino aceptado y abrazado.

No percibí intención de registrar información

indicadora de mi presunta identidad.

Fui invitado a mostrarme como era,

con una naturalidad que me hizo reconsiderar

el conocimiento que de mí mismo poseía.

Me vi desde sus propios ojos y a la vez desde los míos.

No la imagen ni la máscara de una persona,

no el perfil plausible o la suma de rasgos y carácter,

sino una descripción de mí profundamente comprensiva.

Nunca antes había alcanzado a vislumbrarme de aquella forma.

Creía que sabía. Que sabía eso, al menos.

Respondí con serena neutralidad,

tanto por expresar mi complicidad sincera,

cuanto por no modificar el verdadero semblante del objeto

observado… por causa de los observadores.

A pesar de que eso ya no importaba nada, era un vestigio,

sólo tenía el valor de lo descriptivo.

Era una antigua forma de mirar y de mirarse,

en la que el aspecto resultaba ser

el primer y principal elemento definitorio de una persona.

«Aquí», manifesté navegando yo también,

sobre la espuma del silencio en la cresta de las olas,

isleño ya de gesto imperturbable,

«el cuerpo cansado, los sentidos atentos, la actitud confiada y prudente,

respira un hombre libre

que solo desea pronunciar la palabra ‘primavera’».

Las hojas vibraron de júbilo movidas por la brisa.

Un anciano se puso en pie, saludó con la cabeza, habló despacio:

«El conocimiento opera de una forma diferente al saber”.

La mujer a su lado parecía una avezada productora de silencio:

«El conocimiento hace caso omiso de los detalles.

Se centra en lo esencial”.

Otros isleños fueron tomando su ola:

«Lo esencial es que sabemos lo que es

sin necesidad de averiguar quién es. Nos basta imaginar».

«Para saber quién es, habría que exponerse a una pregunta.

Pero hay que elegirla bien: preguntar es demasiado importante,

y no porque siempre permita ir más profundo».

«Preguntar quién es tan sólo para saber,

violentaría la secuencia natural del conocimiento,

que se manifiesta observando adecuadamente

y se perfecciona con la espera».

«Intentar saber fuerza la realidad,

especialmente si avanza derribando los márgenes

del conocimiento previo sin haberlo llegado a entender».

«La razón eleva luces para iluminar el camino.

En su esfuerzo por aclararlo todo,

arrastra a veces conocimientos esenciales, los envilece,

pero la razón está a menudo más cerca del conocimiento que el saber».

«Los hombres requieren del conocimiento para vivir en armonía

y del saber para afirmarse como individuos y como grupo dominante».

«El saber busca la verdad, es un medio.

El conocimiento es la verdad. Ese es el fin».

Ni las hojas jubilosas de las higueras sagradas,

ni la respiración de tantos pechos, ni la voz de tantos corazones,

pudieron oírse en el silencio que siguió,

pero sí sonaron dentro de mí las palabras unánimes de todos ellos, juntos:

«Lo que eres y quién eres te es revelado

cuando te interrogas y te reconoces.

Lo que haces hoy, lo que das ahora,

lo que te ha traído hasta Loquenoseve,

lo que te esfuerzas en comprender en este preciso momento…

El que desea saber quién es cada día

debe interrogarse cada día.

El amor es sólo presente: el que ama, ama ahora».

El orador cuyo nombre conocía se dirigió a mí:

«Quizás alguna vez te quedes lo suficiente para ser nuestro guía».

«Volveré; espero. Debo aprender más de paraísos y conocimientos.

No creo que pueda guiaros en nada,

sin embargo será un placer serviros de ocasional motivo. Como ahora.

Tu improvisación, en mi llegada, fue impresionante».

«Entrabas en nuestros planes desde hace tiempo.

Te conocíamos suficiente como para esperarte.

Has podido llegar, ya sabes, eso es suficiente para saber quién eres.

Jugábamos con ventaja.

Ahora me temo que el sol te pide partir», concluyó,

señalando el oeste donde el río del Cielo se perdía,

y el disco solar descendía hacia el horizonte

“¡Namaste!”, nos saludamos a la vez,

y abandoné el bosquecillo de higueras sagradas,

las hojas agitando sus antenas en señal de despedida.

Regresé entre la multitud, a los anchos paseos

donde el sol exhibía el postrer oro de los tigres,

junto a la suave corriente, ribera abajo, como correspondía,

observando los barcos, la multitud, las hermosas esculturas,

las diyas arder sobre las balaustradas.

Me detuve ante un estupa y su urna de plata

que reflejaba mi rostro asombrado, orgulloso

de compartir el privilegio de aquel paraíso

con gentes de corazón tan puro y tan alto conocimiento.

Alguien que pasó a mi lado se detuvo, me saludó.

Era un hombre joven, vestido con un curta tradicional.

Me habló tímidamente, sonriendo:

«No destines demasiado tiempo

a la contemplación de los obeliscos

imaginando que están erigidos en tu honor.

Incluso si fuera como deseas,  moverte en el Surya Namaskara

será siempre tu único y verdadero logro…

¿Deseas preguntarme algo, bhai?», me ofreció,

como si formara parte de un cuerpo de voluntarios

preparados para orientar a los recién llegados.

«Tal vez. Muchas cosas», contesté sorprendido

mientras trataba de sobreponerme a su consejo,

pero recordé la reciente charla, la futilidad de las preguntas

cuando no son imprescindibles, y decliné su ofrecimiento:

«Pensándolo mejor, no, está bien así, sukriya, joven amigo».

Recordé al momento una información que sí me sería útil recibir

y lo detuve con un leve gesto de la mano:

“Sí tengo una pregunta: ¿La salida?”

El joven sonrió satisfecho de poder ayudarme

y de que no le guardara rencor por su consejo no pedido.

Colocó en su frente una mano en forma de visera,

escrutó el horizonte en todas direcciones,

miró al cielo y al suelo, negó con la cabeza,

apuntó con su dedo hacia mí, después al sol.

«Surya se aleja», respondió sin más,

al tiempo que movía la cabeza, esta vez afirmativamente,

juntaba sus manos frente al rostro

y desaparecía entre la bendita multitud de la ribera.

«Pues claro», le grité agradecido al tiempo que le devolvía el saludo,

aunque ya no estaba, «por aquí se entra y por aquí se sale».

Un paso más, un suspiro, una palabra, un gesto…  Y estuve fuera.

Hubo un cambio de luz, ahora más pálida y real,

ya sin el oro de los tigres. Como correspondía.

«El espacio es una forma del tiempo. El tiempo es el portento».

Me pareció que ahora sabía que sabía (o tal vez conocía) algo de ello…,

de nuevo junto a un río del Cielo de aguas cristalinas

por el que ya no navegaban barcos o junto al que ya no caminaban multitudes.

Me pregunté si el paraíso no sería un lugar de presentimientos

y dichosas conjeturas,

un continuo fluir de inaprensibles sensaciones

a las que había que renunciar al tiempo que se percibían,

donde se disfrutaba de una felicidad intangible e invisible,

apenas respirada, escuchada, paladeada en el aire que escapaba,

en el agua que fluía…

Como un mango arquetípico o una manzana ideal,

sólo visibles con los ojos cerrados,

que no podían ser arrancados del árbol, ni tocados,

ni, por supuesto, mordidos…

Con sus sabores esfumándose en mi mente, sabores de la vida,

me dispuse a dejarlo todo fuera,

incluso el secreto recuerdo de Loquenoseve.

Debía finalizar mi Surya Namascara,

pues el sol se ponía en la llanura de Haridwar

y los Himalayas se alejaban despacio,

sus poderosos hombros arropados por dhoti de neófito.

Saludo al sol: Primera travesía.

Al mismo tiempo que contemplaba el amanecer, me entregué a fondo a la voluptuosa caricia del Mediterráneo: La envoltura salada de la brisa, el sol deslizándose en el mar, el silencio azul de la luz. Todo convenientemente agitado por las olas, tal y como suelen recomendar las instrucciones de uso de algunos fármacos. Cerré los ojos a conciencia e imaginé que bebía un trago de esa medicina. Para alguien como yo, procedente de tierra adentro y en busca de claridad, aquel simple remedio podía funcionar como un billete psíquico para viajar a otro mundo. Fue inmediato. Bajo los efectos concomitantes de una buena dosis de pura belleza y el rítmico cabeceo de la navegación, con la noche adentro y el día naciente al otro lado de mis párpados, me transformé en habitante de un pequeño planeta mecido por el viento de las estrellas. Lo imaginé girando al compás gravitatorio de las grandes esferas. Salté de una en una. Hermosos y terribles lugares. Más allá del fuego y el hielo, más allá de la luz y la oscuridad. Era un gran viajero. Veloz, experimentado, curioso. A duras penas podía resistirme a la fatal atracción de los misteriosos agujeros negros, pozos sin fondo, devoradores del tiempo y el espacio donde zozobraban en silencio el sonido del mar y las gaviotas, que sí, estaban realmente alrededor. Pero mi pericia de explorador estelar me permitía bordearlos y disfrutar indemne del vértigo de su proximidad. No me resultaba inusual sentirme en lugares inalcanzables a partir de un ejercicio de imaginación, aunque lo había hecho poco desde mi infancia. Lo viví como una especie de premonición o de promesa. El impulso no estaba sólo en mí, me pareció; era un estímulo procedente también del exterior, de la confluencia de múltiples elementos que aunaban su poder de convocatoria, al mismo tiempo como señal y como llamada.

Sobre la proa de aquel barco, las sensaciones del mundo inmediato se resumían en una: me sentía libre. El estímulo, la promesa o el impulso me liberaban de ataduras. No había necesidad de nada más; ni de propósitos, ni de tiempo, ni siquiera de lógica causal o explicaciones. Me pregunté mi nombre y respondí con la denominación de una estrella desconocida, tal vez todavía no nacida o definitivamente desaparecida. También era libre para llamarme con el nombre de lo imposible. Todo encajaba a la perfección en la mecánica celeste de mis propias fantasías y así vagué a mis anchas perdido gozosamente en un espacio sin fronteras.

 

En pleno arrebato cósmico, sonó dentro de mi ensueño por tres veces la sirena de un barco. Y a la tercera decidí regresar. Atravesé aquella pasarela sónica cruzando la noche imaginada de mi propio mundo, de la misma forma que el héroe victorioso vuelve a casa, ebrio de gloria, el rostro iluminado por el secreto de la luz y las tinieblas que acaba de robar a los dioses. Al abrir los ojos me di de bruces con otra esfera, esta casi plana, la de mi reloj de pulsera. Admiré sus signos como si fueran parte de un enigma, esperando que me devolvieran el tiempo perdido. No el que había pasado allí imaginando mundos, puesto que lo había disfrutado tanto, sino todo el que consideraba verdaderamente malogrado a lo largo de mi vida: el que olvidé en el minuto siguiente a su pérdida, el que desafortunadamente no pude olvidar a pesar de mis esfuerzos, el que habría cambiado por un salto temporal en el vacío en épocas adversas, el que no me sirvió para ser feliz… Sorprendido, caí en la cuenta de que en el planeta tierra, concretamente en aquel punto del Mar Mediterráneo, eran casi las doce en punto. La pequeña esfera acababa de devorarme de nuevo. No me importó. Esta vez eran sólo unos bocados que yo, como un gourmet que se alimentara de su propio tiempo, había tenido ocasión de saborear con deleite. El sol brillaba pletórico en lo alto. Lo admiré de reojo, discretamente. Aun así me pareció que me devolvía un buen presagio. «Ya veremos», pensé.

Ulises el Joven (relato)

Este relato es un pasaje de la novela  Saludo al sol 

Tal vez habría deseado, como Ulises, ser atado al palo mayor de mi barco para escuchar cantar a las sirenas. Podría haberme expuesto a la adicción de su nostalgia sin riesgo de acabar contra las rocas, presa de melancolía y afectuoso desvarío. Pero no iba a ser necesario. Me sentía fuerte. Tan fuerte que sin temor a los arrecifes y al oleaje del pasado conseguí al fin, como deseaba, escuchar la voz del niño que acaba de dejar atrás sobre la playa. Me hablaba como si estuviera a mi lado, le replicaba con naturalidad, como si nuestro diálogo y nuestro encuentro no fueran imposibles.

—¿Quién eres, marinero? —escuché que preguntó con una voz plena de insolencia infantil, acercándose a mí desde una distancia que desapareció en un suspiro.

Me llegaba claramente. Me conmovía su provocadora ternura. Era mi voz y también mi curiosidad de la infancia. Tenía otro timbre, pero la mía conservaba aún el sello indeleble de sus cuerdas vocales. No sonaba como en una grabación, sino como lo que era, la voz real de un interlocutor que iniciaba una conversación en apariencia intrascendente y casual. ¿Por qué no? ¿Por qué no hablarle y escuchar, recordar quién fui, sentir esa camaradería diacrónica con quien fue mi precursor y condición necesaria de este y todos mis viajes? Sin necesidad de atarme al palo mayor…

—Soy un marino, uno de tantos. Me llamo… Ulises —contesté titubeante, tras una breve pausa causada por un nudo de emoción en la garganta.

—¿Y a dónde te diriges, Ulises? —me preguntó nuevamente con una mueca que me resultaba claramente reconocible. Era un gesto de curioso entusiasmo, iluminado por unos ojos que brillaban excitados a causa del inconfundible olor de la aventura.

—Voy al mar, ya lo ves, voy tras el sol —le expliqué señalando con la mano en la dirección de mi proa.

—Pero el sol está del otro lado —objetó extrañado—. Está saliendo por el este y tú navegas hacia el oeste…

—Tienes razón —acepté conciliador—. Acaba de salir por el este, pero por contradictorio que eso pueda parecer, si quiero seguirlo tengo que adelantarme a él, ir todo el tiempo que pueda por delante. Mi nave no es tan rápida como su transcurrir. Ya lo verás, a medio día pasará por encima de esta isla como una exhalación. Yo salgo ahora, él me adelantará más tarde y para entonces ya lo estaré siguiendo. ¿No te parece que tiene lógica?

—Tiene lógica por un lado y por otro no la tiene —dudó, indicando con su dedo índice alternativamente al este y al oeste, como si entre ambos puntos cardinales se encontrara la respuesta a todos los enigmas—. Porque lo cierto es que el sol es el que va por detrás de ti en este momento.

—Es verdad —volví a aceptar, esta vez decidido a adoptar un tono definitivamente didáctico—. A veces hay que comenzar a hacer algo mucho antes de que parezca necesario para poder hacerlo bien de verdad cuando llegue el momento. A eso se le llama aprendizaje, preparación o hacer planes.

—Creo que te entiendo, pero no del todo —volvió a la carga, con un ademán a la vez infantil y severo—. ¿Por qué no has esperado simplemente a que te adelantara? Si lo hubieras hecho, lo estarías siguiendo de todas formas a partir del medido día y muy fácilmente. Ir tras él de ese modo sería mucho más real y eficaz.

—Ya te digo que no puedo esperar a medio día —respondí rozado levemente por mi querida impaciencia—. Si lo hiciera me sacaría ventaja muy deprisa, me dejaría plantado en mitad del mar y en medio de la noche en muy poco tiempo. Entonces perdería su pista y tendría que dejar de seguirlo.

—¿Seguirlo? Sí, por cierto, hablamos todo el rato de lo mismo, pero no me has dicho hasta dónde quieres seguirlo —requirió expectante y con evidente interés.

—Hasta aquí mismo, hasta esta misma playa y este mismo mar… —le expliqué seguro de que mi lacónica respuesta sólo generaría todavía más curiosidad en una mente desbordantemente soñadora.

—¿Hasta aquí mismo? —se extrañó de nuevo—. Pero ya estás aquí. Sólo tienes que esperarlo. Ya lo ves, acaba de salir y no tardará en estar sobre nosotros —sus argumentos cargados de lógica astronómica y sentido común eran barreras que debían ser sorteadas una a una pacientemente.

—Lo seguiré hasta aquí, hasta mañana por la tarde, antes de que se ponga por el horizonte y caiga la noche —aclaré.

—¿Y puedo preguntarte para qué? —inistió.

—¿Para qué? Para dedicar una jornada a la tarea de buscar activamente su luz, para ver mundo, este y tal vez otros, para conocerme mejor a mí mismo, para vivir intensamente cada segundo, para poder haberme encontrado contigo.

Ignoraba si me comprendería. Pero estaba siendo totalmente sincero y esa sinceridad lo dejó pensativo y satisfecho. Incorporar mi encuentro con él a la respuesta podría haberle parecido una muestra de superioridad y condescendencia de adulto hacia un niño, pero mi argumento no podía resultar más expresivo de mis fines y de las dificultades para concretar mis motivaciones. Y, además, como esperaba, me entendió perfectamente. Siempre había pensado que era un chico listo y me sentí orgulloso de estar en lo cierto. Por eso enseguida me pidió aclaraciones:

—¿Todo eso es muy importante?

—Todo, te lo aseguro. Para mí es muy importante. Buscar la luz, ver mundo, conocerme mejor, pero sobre todo, volver a encontrarme contigo.

Me sorprendía tanto como a él hablar de nuestro reencuentro. Casi me arrepentí porque sabía que ese detalle no le pasaría desapercibido y volvería a suscitar su insaciable curiosidad.

—¿Quieres decir que ya me conocías? —preguntó antes de que pudiera pensar una respuesta convincente a la esperada pregunta.

—En efecto.

—¿Sabes quién soy?

—Sí, lo sé. —Le sonreí deseoso de mostrarle toda la simpatía y el afecto que despertaba en mi, pero a la vez tratando de contenerme—: Ulises.

—¡Qué casualidad! ¿No es cierto? Tenemos el mismo nombre. Pero yo no te recuerdo o quizás sí, no lo sé. Me parece que te he visto antes, pero no sé dónde ni cuándo. Es difícil recordar las caras de la gente si eras muy pequeño cuando las viste por última vez.

Su rostro transmitía tal carga de entusiasmo que olvidé totalmente que un encuentro como este no era posible. Su expresión franca y despreocupada no estaba entre los recuerdos que conservaba de aquella época, no estaba, al menos, de la misma forma vivida en que ahora se manifestaba. Lo que quedó plasmado en las imágenes era obviamente una copia. Esto era verdaderamente la vida.

—Hace mucho tiempo, sí —confirmé sus suposiciones—. Hubo una época en que te traté bastante.

—¡Qué casualidad! —repitió con la fórmula universal que todo lo explica.

Su mirada escrutadora me conmovió de nuevo. No pude evitar comparar aquella presencia contemporánea con mis recuerdos y especialmente con las fotografías que tenía de aquella edad. Decepcionado, pero de alguna manera también aliviado, comprobé lo terriblemente aproximativa que era la memoria. Por el escaso parecido que guardábamos ahora nadie habría dicho que teníamos una relación tan cercana. Me fijé en sus rasgos atentamente. Me llamó la atención su pelo mucho más claro que el mío. También sus ojos y su piel eran sensiblemente más claros. No me limitaba a captar sus facciones, intentaba reconocerlas, las desvelaba una a una, igual que un arqueólogo elimina capas de tierra de los objetos encontrados en un yacimiento para identificarlos y datarlos, analizando los detalles verdaderamente significativos. El parecido iba apareciendo poco a poco por debajo. Nunca antes había observado nada de aquella manera y probablemente tampoco con tanto interés. De repente me detuve en algo que, a pesar de su evidente presencia no había advertido porque probablemente estaba demasiado habituado a ver. Se  trataba de la cicatriz sobre el labio superior. La mía se veía ahora más diluida. Obviamente la suya era más reciente. Siempre quise saber cómo sucedió exactamente, pues no había nadie más conmigo en aquel momento y yo, probablemente a causa de la selectividad de la memoria para los hechos desagradables, había olvidado casi todo. Deseaba indagar sobre aquel incidente con el gato pues esa marca nos unía más profundamente y de forma más evidente que cualquier otro rasgo, pero no sabía cómo hacerlo. No quería que las circunstancias y los detalles se superpusieran a lo esencial. La cicatriz había evolucionado de forma convergente, todo lo demás, la nariz, los ojos, la boca, el cabello, de forma divergente. El zarpazo nos causó un dolor común a pesar de que él lo viviera de forma mucho más cercana en el tiempo. La sangre derramada fue la misma. Había marcado nuestro rostro desde entonces, aunque el paso del tiempo le había hecho perder relieve y protagonismo en el mío. También debió dejarnos alguna que otra huella psíquica. Tal vez por eso la solidaridad y la simpatía a las que aquel hallazgo me inclinaban iban mucho más allá de la simple nostalgia. Eran totalmente ‘reales’. La conexión no se dirigía  hacia el pasado, sino que se establecía en el presente y desvelaba relaciones que en principio no había advertido. Se trataba de vínculos que no podía describir tan bien como sí podía hacer con aquella cicatriz inclinada, que cruzaba como una trinchera desde la aleta izquierda de su nariz hasta el borde central del labio superior, pero sí podía percibir sus efectos con claridad. Reconocía mi yo en dos tiempos, dos Ulises separados y unidos, diferentes e iguales, con un antes y un después acercados por un simple accidente, de tal forma que ahora casi no podían distinguirse. Seres de épocas distintas, conectados con una fuerza inusitada por una herida y sus secuelas. Nada especialmente trágico, pero todo un hito en nuestra vida. Al final no pude evitar la pregunta:

—¿Qué tal la herida del gato?

Me miró extrañado llevándose la mano a la zona afectada en un rápido movimiento, como si de repente le doliera de nuevo.

—Bien. Pero no fue culpa suya. —Lo absolvió con un gesto de cansancio, como si estuviera acostumbrado a hacer de abogado defensor en un juicio en el que él también era víctima y único testigo—. Simplemente se asustó. Yo me encontraba en medio de su vía de escape que era una ventana abierta. Después de aquello huyó y nunca más. Fue visto por allí ¿Cómo sabías lo del gato?

—Bueno —me  justifiqué no tanto sorprendido por su pregunta como por recordar de repente lo que sucedió como si lo estuviera viendo en aquel mismo momento—, yo estaba también por allí en aquella época. Sé que causó un gran revuelo porque sangraste mucho y al parecer el gato no estaba vacunado. —De hecho sabía también que el animal, un gato callejero, había sido finalmente sacrificado por un vecino y su cabeza enviada a las autoridades sanitarias que descartaron cualquier riesgo de rabia, pero él parecía ignorarlo todavía.

—Yo era muy pequeño y casi lo había olvidado. Hace muchísimo tiempo de eso. Por lo menos cinco años, o más —me explicó enarcando las cejas de forma admirativa, con lo que parecía referirse a la prehistoria de su vida—. ¿Llegaste a ver mi herida?

Le resultaba imposible sospechar cuál era la relación que nos unía, pero seguía intentando averiguarlo con preguntas como aquella. No sabía, como yo. Pero sí sentía la conexión tan fuertemente como yo. De repente me pareció preocupado. Tal vez sí sospechaba. Yo no deseaba que eso sucediera. No quería que me viera como quien era. No tenía miedo a decepcionarlo, no se trataba de eso. O tal vez sí, también, pero sobre todo quería protegerlo de un conocimiento que no consideraba necesario: el futuro. Ignoraba el efecto que podría causarle, incluso si no era más que un ser de mi imaginación. Aunque tal vez no lo fuera, o lo fuera tanto como yo podría serlo de la suya. De hecho esto último era más o menos cierto: Él imaginó una buena parte de lo que yo fui después. También podía ser que de alguna forma él siguiera su vida en otro camino paralelo en el tiempo. Este encuentro podría ser prueba de ello. Ojalá fuera así y le fuera bien. Tan bien como a mí me había ido en el mío, o un poco mejor, si era posible. Me inspiraba al hablarle un sentimiento fraternal, incluso paternal. Aunque él en cierta forma era más mi padre que yo el suyo. Lo era si creemos en el aforismo que reza: “Los niños son los padres de los hombres”.

—¿Tu herida? Sí, creo que recuerdo haberte visto con ella, tenías un aspecto terrible —bromeé—, con un gran esparadrapo cruzando tu cara como el vendaje de la momia tapando tu enorme boquete aquí… —Toqué mi cara justo en el lugar donde yo mismo tenía la misma cicatriz, más vieja y diluida pero todavía claramente visible; fue un gesto y una señal que no le pasaron desapercibidos.

—Qué casualidad, ¿no es cierto? —preguntó con una sonrisa irónica y cómplice.

—Sí, qué casualidad —respondí con mucha más ternura que ironía.

Pero él enseguida volvió al tema principal haciendo gala de una tenacidad que me resultaba bien reconocible.

—De todas formas, Ulises, el sol te dejará plantado, sólo que un poco más tarde. Todo ello a pesar de tu previsión para eso que llamas… seguirlo por delante. —Hizo un gesto levantando dos dedos de cada mano, como si entrecomillara la contradicción. Me sentí tan orgulloso que tuve que contenerme para no abrazarlo—. Me parece —añadió con una mueca de astucia— que para ir tras él como pretendes y llegar de vuelta aquí antes de que te atrape la noche, tendrías que volar…

—¿Volar? Eso no es posible. Ya ves que soy marinero. Tengo un buen barco y puedo navegar muy deprisa. Además, no me gustan demasiado los aviones —respondí a sabiendas de que mezclaba cosas de las que estaba muy seguro con otras de las que no lo estaba tanto.

—Navegar no será suficiente —afirmó concluyente, fortaleciendo sus argumentos ante mi débil defensa—. Aunque utilices el canal de Panamá en vez de doblar el cabo de Hornos, y el canal de Suez en vez del cabo de Buena Esperanza. Tendrás que ir mucho más rápido si no quieres quedarte sólo, lejos de cualquier puerto en mitad del mar y en medio de la noche. Con suerte y el mejor barco del mundo, para cuando pierdas de vista el sol, lo que sucederá esta misma tarde, podrías estar en algún lugar del Océano Atlántico. Incluso si continuaras navegando sin desvíos ni escalas hasta llegar de nuevo aquí, a tu lugar de partida, el sol te habría sobrepasado varias veces antes de que lo vieras ponerse tal y como pretendes. O, mejor dicho, la tierra habrá girado varias veces sobre sí misma y tu con ella.

—Veo que estás fuerte en geografía —lo elogié tratando de esquivar su línea principal de ataque—. Pero mi barco es más rápido de lo que parece.

—Me gustan los mapas y aprender sobre países lejanos. —Dijo esto apre-suradamente, a modo de inciso, para regresar al tema principal—: Por muy poderoso y veloz que sea tu barco, por favorables que te sean los vientos, el mar no te dejará navegar en ningún caso a la velocidad que necesitas. Él es mucho más poderoso. Se resistiría, de tal forma, que ni con mil motores podrías vencerlo, pues el oleaje causado por la acometida provocaría auténticos maremotos, un sunami que te tragaría a ti también. Volar es la única solución, estoy completamente seguro —insistió despiadadamente.

—Ya veremos —casi le concedí—. En cualquier caso, eso no importa ahora. Planear es necesario e improvisar es imprescindible, pero hay veces que iniciar la acción se convierte en algo todavía más importante que ninguna de las otras dos cosas. Todo es importante: Paciencia para planear, prever y esperar el momento; resolución para cambiar tus decisiones y empezar de nuevo si es necesario cuando los datos te dicen que te has equivocado; osadía para ponerte en marcha y tomar la iniciativa cuando lo que hay que hacer hay que hacerlo por encima de circunstancias o conveniencias. Yo estoy ahora en eso precisamente.

—¿Estás en la osadía? Creí que estabas en la fase de paciencia, puesto que todavía esperas a que el sol te sobrepase para comenzar a hacer lo que querías hacer, que es seguirlo.

—Bueno —dudé, sintiéndome a medias atrapado por mis propios argumentos, pero nuevamente satisfecho de su agudeza—, la verdad es que estoy un poco en todo. Así es como son las cosas realmente

—Pues pronto deberás entrar de lleno en la fase de resolución —replicó con una sonrisa —. Tendrás que cambiar tus planes y volar.

—Consideraré tu advertencia en su momento, a pesar de que a tu edad no creo que tengas mucha experiencia en este tipo de asuntos.

Fue una respuesta puramente instintiva, sin intencionalidad de cuestionar su carga de razón, que por otra parte era imposible de refutar; aun así me miró pensativo, con una cierta tristeza que lamenté haber causado. Me consolé pensando que el principio de realidad era imprescindible en el aprendizaje de la vida y que el escepticismo, incluso ante lo evidente, nunca le resultaría una precaución excesiva. Yo lo sabía bien y él lo aprendería algún día. Su presencia me causaba una ternura similar a la de un hijo, pero además me hacía sentir una conexión impensable con ningún otro ser viviente. Su rostro se transformó enseguida, sin embargo, y me ofreció una sonrisa luminosa cuando encontró una respuesta a mi última objeción.

—Los mayores valoráis mucho la experiencia sobre el papel, supongo que para demostrar que el tiempo os ha servido para algo, pero luego, a la hora de la verdad, sacáis poco partido de ella. Seguro que tú has tenido algunas buenas… ‘experiencias’ en eso.

Ahora no parecía un niño. Se diría que la edad se había borrado de sus rasgos y podía verme a mí mismo formulándome las preguntas clave de una vida, esas cuyas respuestas eran parte a la vez de los misterios de la existencia y a veces de las miserias del día a día.

—Creo que tienes toda la razón, Ulises, —acepté con humildad sincera—, que a menudo tendemos a utilizar la experiencia como un recurso cómodo para saltarnos las partes incómodas de las discusiones y también de las tareas y las decisiones más complicadas. No jugamos del todo limpio, pero la mayoría de las veces tenemos buenas razones para hacerlo. Cuando crezcas te darás cuenta.

Un silencio amistoso se hizo. Durante él los dos sopesamos a la vez las diferentes posibilidades de nuestros respectivos futuros y las opciones para la utilización del tiempo que teníamos ante nosotros. La gran pregunta que me suscitaba aquel ejercicio paradójico era la siguiente: “¿Podría haber sido más feliz, más sabio, más útil a los demás si hubiera tomado decisiones diferentes, si me hubiera relacionado con otra gente o me hubiera comportado con más adecuada disposición, más sumisión o más rebeldía, más disciplina o más espontaneidad?” Si él se hubiera hecho una pregunta, se me ocurrió que podría haber sido la siguiente: “¿Seré algún día como este marinero contradictorio y aparentemente inseguro, en busca de destinos imposibles?” Aunque seguramente su pregunta no sería esa, porque el deseo expreso con que interrumpió mis cavilaciones apuntaba a una valoración mucho más favorable de mi persona y de los planes que me ocupaban en ese momento:

—De haber sido posible, me habría gustado ir contigo —confesó sin ocultar una cierta frustración.

—Algún día tu también harás este viaje —lo animé—. Estoy completamente seguro.

—Sí, lo haré. Volando —afirmó con un gesto de feliz ensoñación.

—Ten paciencia, recuerda, paciencia, resolución y osadía. Es un consejo de Ulises el Viejo —le dije al tiempo que cerraba mi ojo izquierdo en señal de  complicidad—. Ahora debo partir, no tengo tiempo que perder.

—Y tu, recuerda también: Tienes más tiempo del que imaginas si no te empeñas en cerrarte a posibilidades nuevas. Es un consejo de Ulises el Joven —replicó concluyente, devolviéndome con un  guiño de su ojo izquierdo el que yo acababa de hacerle.

Antes de partir, dejándome llevar por un impulso instintivo, posé mi mano sobre su cabeza. El contacto con su pelo alborotado me produjo una sacudida que recorrió mi cuerpo y mi alma. Me sentí como si hubiera metido los dedos en el enchufe de la vida. Sólo pretendía dejarle mi protección, mi bendición y mi amor, pero me pareció que en realidad era yo quien recibía de él esos dones. Quererse retrospectivamente tenía un efecto indudablemente revitalizador…

—¡Adiós Ulises, ten cuidado!

—¡Adiós Ulises, también tú!

El que desea saber quién es cada día, debe interrogarse cada día. El amor es sólo presente: el que ama, ama ahora. Pero ¡cuán afortunados son aquellos capaces de amar su pasado y a la vez abandonarlo sin aflicción! Es así y así sea…

 

El primer poema de la historia del mundo

A veces, cuando me pongo ante el papel o el teclado, pienso en el primer poema, antes del verso, el ritmo y la escritura, antes del poeta, la poesía y la palabra, quién sabe si también antes de nuestra especie (mi visor no tiene un enfoque tan preciso). Entre los destellos que a veces iluminan como un relámpago la noche de los tiempos en la propia mente, imagino que veo lo que el primero vio: estrellas de constelaciones desconocidas, oscuridad horadada por la luna, la espesura, amenazante y protectora a la vez, de un bosque iluminado por la primera claridad del alba, el cuerpo dormido cerca, a su costado, despertando el deseo de una nueva cópula…

¿Cómo serían aquellos sentimientos precursores? ¿Qué procesos mentales acompañarían a los recuerdos gratos, a la añoranza, al éxito en la caza o al temor anticipado? Inexpresables todavía, pero esperando sin saberlo el instrumento que los manifestara: la palabra y esa libertad para lo subjetivo que reclama la poesía.

No mucho después se escucharon las primeras voces. Eran llamadas, amenazas, claves temporales, sonidos para designar lo cotidiano; lo útil, lo necesario, lo crítico para sobrevivir, en suma. Una buena estrategia para la propagación del lenguaje en tiempos muchos peores que los nuestros para la lírica. El primero lo supo, lo vio. Con astucia se aprestó a colaborar sugiriendo una expresión que designara, probablemente, todo lo que era comestible. Una artimaña para propagar un invento que sólo podía ser social, y así, con el tiempo poder expresar aquel extraño cúmulo de sensaciones que habitaban sus sueños cada noche y asombraban su corazón cada día.

Sólo mucho después, hace apenas unas pocas decenas de miles de años aparecieron los primeros versos conocidos. Estaban dedicados a la celebración de la cosecha y escritos en escritura jeroglífica por uno de los primeros poetas en el antiguo Egipto.

Y sólo hace 10000 años apareció Homero, el aedo.

Y sólo hace 6000 años en una tabla de barro encontrada en el actual Irak, esta declaración conmovedora:  “Novio mí­o, próximo a mi corazón, grandiosa es tu belleza. Me has cautivado, déjame presentarme temblorosa ante ti. Novio mío, seré llevada al dormitorio. Novio mío, has obtenido placer de mí­. Cuéntale a mi madre, que te dará delicias; también a mi padre, que te dará obsequios.”

Así que me pongo ante el papel o el teclado, consciente de la trascendencia del momento, y canto, y me  digo, primero, que un hombre es todos los hombres; y, después, que un poeta cada vez que se pone a ejercitar su oficio, más o menos experto o inspirado, eso da igual, es el primer poeta.

             

Mi regalo (para el que quiera aceptarlo)

Me siento enteramente físico
y enteramente espíritu.
Estoy aquí, ahora, así…,
extendiéndome.
Dedicando mi vida a la vida.
Aunque mi asombro viene de lejos,
acabo de saber que tiene su origen
en este don universal y mio
que consiste en ser tocado cada día
por la visión del sol.
Él, ‘el don’, me permite ‘ser’
cada segundo en la vigilia,
desde que amanece,
y después, en el sueño, soñar
que si todavía a mi edad
no soy un viejo, nunca lo seré.
He tardado muchos años
en sentirme tan joven
enamorado de las cosas pequeñas,
de los actos sencillos,
cotidianos, perfectos…

En busca del sentido y el conveniente contrapunto para tanta inmensidad…

Preparé todo deprisa y corriendo, o mejor dicho, no preparé nada, simplemente me di la vuelta tras coger lo poco que consideré indispensable, y al día siguiente, tras embarcarme en un par de aviones, quizás tres, que cogí en el último minuto por pura intuición, aunque parecían estarme esperando, me encontraba ya a orillas del Mediterráneo, en el barco que me llevaría a la otra orilla, el otro lado de una huidiza frontera. Me movía un irresistible deseo de comprender lo que me estaba sucediendo y sentir mi tiempo, pero me había puesto en marcha un ejercicio sublime de yoga, la amenaza de una enfermedad y la búsqueda de una paz que, según creía, sólo el olvido de Marion me podía proporcionar. “Debo sentir el pulso de los días, saborear sin prisa cada paso, olvidar que desaproveché la oportunidad de vivir…”. Fueron las únicas notas que tomé en todo mi viaje y lo hice justo antes de embarcarme. A pesar de su sinceridad, eran unas cuantas buenas intenciones que sonaban a meros eslóganes. Palabras. Fantasmas, abalorios, invocaciones repetidas ritualmente según la ocasión o el momento. Me hice el firme propósito de no permitirles la menor ligereza o vacuidad. Este viaje también sería para despertar las palabras a su verdadero sentido, el más personal y revelador. Quería llevarlas conmigo, someterlas, obligarles a salir de su coraza estereotipada y abrirse a mi verdad interior; quería sentirme explicado, entenderme, descubrirme, tal vez incluso curar mis males por su mediación, en una suerte de conjuro que me permitiera librarme de mi enfermedad y también, al fin, ahuyentar la maldición que me perseguía desde la muerte de Marion.

Durante años había vivido sin saber por qué, sin preguntarme por qué, puesto que me pareció una pregunta sin respuesta. Creí elegir por mí mismo cuando llegaban las bifurcaciones y seguía mi camino en pos de algo parecido a un destino, pero se trataba más bien de la aplicación de una fuerza sin sentido ni propósito. Pura inercia. Lo que encontré lo había dejado perder. Finalmente, había elegido partir. Lo único que tenía por seguro, y todavía no sabía por qué, es que debía llegar cuanto antes hasta una cala de la isla de Menorca que no era sólo un lugar: Para ser determinada con exactitud su posición se habrían necesitado coordenadas y variables más allá de las propiciadas por el espacio y el tiempo…

En cuando estuve allí supe que aquel era mi destino y al mismo tiempo el inicio de mi verdadero viaje. Enviado del silencio, corresponsal de paz dando cuenta de un milagro cotidiano, pisaba una línea fronteriza marcada por el mar y la noche… Me tumbé en la arena. Ante mis ojos, la mitad de todo lo existente. Tras el velo de una luna en cuarto menguante, reconocí patrones de estrellas en posición exacta de solsticio. Marion y yo las habíamos mirado muchas veces en remotas noches de verano. De la mano, sobre el pavimento todavía caliente del patio de nuestra casa, nos las habíamos repartido. Para ella, constelaciones enteras: las Osas, Casiopea o el Dragón. Para mí, las estrellas y los planetas que quedaban libres de su hegemonía: Altair, Vega, Júpiter, incluso Marte si nos quedábamos despiertos hasta el amanecer. A pesar de la incautación, seguían flotando en el mar de mares que era el cielo nocturno: ¡Ahora tenía la mitad de todo lo existente ante mis ojos! Aunque no pudiera ver más que una leve capa de espuma cósmica sobre la que discurría la vía láctea. Detrás, tras la tangente dibujada por mi espalda sobre la curvada línea de la tierra, se disponían en formación las constelaciones de las antípodas, anunciando la otra mitad, todo lo demás, invisible desde mi posición pero imprescindible como parte esencial de la totalidad que es la unidad. Y yo en el centro, frágil bisagra de una conjunción fantástica a la vez que evidente. Nada del otro mundo, algo cotidiano, pero la sola idea me producía vértigo. 

Necesitado de conveniente contrapunto para tanta inmensidad, me vi urgido a tomar contacto con materia más asequible, algo tangible y abarcable, capaz de ofrecer oposición y resistencia real al éter cósmico. Puse en alerta mis manos. Era como si me faltara el aire y sólo pudiera conseguirlo utilizándolas a ellas como bocas. Inicié la búsqueda perentoriamente, palpando alrededor. El tacto corpuscular y disperso de la arena escapando entre mis dedos no me pareció suficientemente sólido. “Tal vez si apareciera un guijarro…” Lo encontré de inmediato, como si yo mismo lo hubiera puesto allí antes, en el lugar exacto. Lo acaricié y después lo apreté con fuerza; suave carne contra dura piedra. Aplastante realidad. Lo sopesé en calma confiado de saber lo que perseguía: sí, ese era el contrapunto, y por algún extraño mecanismo de contagio me daba seguridad. Aun así, aprovechando al máximo la ocasión, intenté comprobar si había extraído su esencia. Enseguida comprendí. Tuve una visión fugaz, pero clarísima, de cómo en el núcleo acorazado de esa piedra pequeña envuelta en mi mano estaba encerrado una buena parte de todo lo que podría tener sentido. Sucedió de una forma sencilla, simplemente dejándome impregnar por sus características físicas (dureza, suavidad, temperatura, peso, ¡esa clase de realidad indiscutible!). Pero había algo más. Algo que la pequeña piedra en mi mano me ayudaba a percibir como si, por su mediación, me hubiera transformado en un receptor sensible a ondas no descritas por la física. Algo que no me llegaba solo a través de su contacto y que todavía no me dejaban expresar los evanescentes fantasmas que tienden a ser las palabras. También para eso había ido hasta allí: en busca de un sentido difícilmente aprehensible y expresable. Había ido para comprender, para olvidarme de mí, de ella, de todo lo que impide el esplendor ideal de la felicidad: nuestro desamor, su muerte, la enfermedad que me perseguía amenazadora,… esa imperfección fatal llamada destino.

Empezaba a sentir que todo iba estando al alcance de mi mano. Cuando se adquiere una cierta perspectiva se sabe que el único destino verdaderamente inamovible se encuentra en el pasado. Ya tenía la sensación a la vez táctil e inmaterial de un guijarro, el rumor del mar nocturno, la mitad del universo cubierto de un solo vistazo. ¡Y apenas acababa de empezar! Ni siquiera se trataba de contemplar maravillas o coleccionar momentos memorables, sólo de sopesar la esencia inasible de las cosas, como estaba haciendo con aquella pequeña piedra a la que me aferraba como si fuera la viga maestra de mi existencia, mientras una catarata de estrellas se precipitaba dentro de las cuencas insondables de mis ojos y me hacía olvidar todo lo demás. ¿Lo conseguiría al fin?

De muy lejos y a la vez de muy dentro surgieron dos deseos de los cuáles tomé nota mentalmente: “Sé tú mismo la maravilla y el momento”, me dijo una voz que llegaba de fuera, que fue replicada como un eco por otra voz que procedía esta vez de mi interior. Era un mensaje obviamente estimulante. Parecía recién salido de un manual de autoafirmación personal, uno capaz de llegar de forma bien audible. Lo que entendí verdaderamente es que debía curar antes que mi enfermedad o mi tristeza la ceguera (y la sordera) de mi mente. Grandiosa paradoja de la vida: Es tan deslumbrante la felicidad que regala y tan oscura la desdicha que ocasiona, que resulta difícil darse cuenta de lo que está pasando, de que ‘está pasando’, incluso de que la estás desperdiciando, hasta que es demasiado tarde.

Fragmento de Saludo al sol (novela) por Leon Alair, disponible en Amazon (versión Kindle)

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Desiderata: Ve plácidamente entre el ruido y la prisa…

                                             

«Desiderata», por Max Ehrmann

“Ve plácidamente entre el ruido y la prisa. Recuerda que la paz puede estar en el silencio. Siempre que puedas, sin renunciar a ti, llévate bien con todos. Di tu verdad tranquila y claramente. Escucha a los otros, incluso a los aburridos y los ignorantes; ellos tienen también su historia.

Evita a los ruidosos y los agresivos pues perturban el espíritu. Si te comparas con los demás puedes convertirte en un hombre vano y amargado, pues siempre habrá alguien mejor o peor que tú.

Disfruta tanto de tus realizaciones como de tus proyectos. Mantente interesado en tu trabajo; aunque sea humilde, es una verdadera posesión en la cambiante fortuna del tiempo.

Sé prudente en tus negocios, porque el mundo está lleno de artimañas. Pero que eso no te impida ver la virtud que existe: muchas personas luchan por altos ideales y por doquier la vida está llena de heroísmo.

Sé tú mismo. Sobre todo, no finjas el cariño. Tampoco seas cínico en el amor porque éste es frente a la apatía y el desencanto tan perenne como la hierba.

Acepta cordialmente el consejo de los años, renunciando con dignidad a los dones de la juventud. Fortalece tu espíritu para protegerte de repentinas desgracias. Pero no te abrumes a ti mismo con falsos infortunios. Muchas veces el miedo es producto del cansancio y la soledad.

Sin olvidar una saludable disciplina, sé benévolo contigo mismo. Eres un hijo del universo, no menos que los árboles y las estrellas. Tienes derecho a estar aquí.

Y tanto si está claro o no para ti, no hay duda de que el universo se revela tal como debe. Por eso, vive en paz con Dios, de cualquier forma que lo concibas y cualquiera que sean tus trabajos y tus aspiraciones, en la ruidosa confusión de la vida mantén tu alma en paz.

Pese a sus falsedades, penosas luchas y sueños arruinados la Tierra sigue siendo hermosa. Sé optimista.

Esfuérzate en ser feliz.”

Max Ehrmann

Traducción de  Leon Alair.

               

Haré yo el primer comentario: Se entiende que este texto fuera una pieza de culto hippy. Se imprimieron posters, se grabaron discos, se registró como un objeto de consumo… Tal vez  hoy suene algo naif, pero sigue siendo un mensaje fundamental que todo ser humano debería leer, entender, asumir… ¿Yú qué opinas?

Aquí llega el sol, ese prodigio cotidiano

El anuncio de la luz me movilizó segundos antes de que el más mínimo indicio fuera todavía visible. «Aquí llega el sol, la estrella y también el símbolo». Eso fue lo que pensé para, a continuación, inspirado por una especie de numen inefable, pronunciar en voz sonora la letanía de sus muchos nombres: «Estandarte donde se refleja el universo. Mensaje indescifrado del cielo. Señor tiránico y magnánimo del clima. Humilde servidor del día. Dominador de las tinieblas. Reloj de los ciclos de la vida. Principio de conocimiento. Triunfo del bien y de la luz. Don de la fuerza. El que abrasa y revive, urde todas las primaveras del mundo, hace estallar el verano, endurece el trigo y engendra el pan, madura la uva, salva y mata, besa y muerde, comparece y huye… Orbe que gobierna un sistema de planetas y también la llama mínima que ilumina un espacio tantas veces vacío, escondido, entre luces y sombras, muy, muy dentro de cada ser… «Vierte sobre mí, dentro de mí, aunque sea uno de tus millones de rayos centelleantes” ».

Con toda y con esa prosopopeya, a menudo me había pasado inadvertido. ¡El sol, invisible! ¿Dónde se había visto? Su luz era ese prodigio cotidiano que, como a mi propia persona, había venido descontando del catálogo de lo admirable simplemente porque estaba ahí, permanentemente asegurado. La voz regresó aludiéndome claramente, de manera que ya no me quedó ninguna duda sobre su existencia y su intencionalidad. «Pero, recuerda, si no te asombras por el sol o por ti mismo, nada podrá causarte nunca asombro». Por eso me dispuse a salir a su encuentro. Con todas mis fuerzas deseaba experimentar ese sentido del misterio que todo ser humano persigue y que la mente por sí sola no puede comprender. Recibir aquel sol de primera mañana, el día del solsticio de verano, sería una forma de vincularme al milagro de los cuerpos celestes alineándose con esos otros terrenales cuerpos de carne y hueso, sangre y savia, espíritu e instinto. Iba a manifestar mi orgullo por ser uno de esos seres. Atribulado, cansado, enfermo, uno de tantos, pero capaz incluso de intentar entender el misterio de su propia identidad; dispuesto a trascender los propios límites y afrontar, con todas sus benditas y terribles consecuencias, la aventura de existir, por breve que esta pudiera ser ya. Lo que me aprestaba a iniciar pondría en evidencia mi extrema fragilidad, pero también mi potencialidad para entregarme a la vida sin reservas. A través de ese encuentro y lo que simbolizaba iba a penetrar en un nuevo territorio, un país misterioso cuya proximidad me anticipaba ya la sutil evidencia con que desde lo invisible muestra su pujanza lo eterno.

 

Fragmento de Saludo al sol http://www.amazon.es/dp/ASIN/B009MOEQ0U

Es necesario crear, mucho más que luchar
Por Jean-Paul Galibert
Traducción de Leon Alair

La creación es más fuerte que la lucha, puesto que no tiene necesidad de violencia, o mejor, puesto que no impone nada, más rica, puesto que produce en lugar de destruir, más existente, en fin, puesto que evita provocar, en ella como fuera de ella, la más pequeña nada. La creación, por sí sola, permite renunciar a la tentación de la nada: la del recurso a la nada para luchar contra la nada. Ahora bien, anonadar la nada sería hacerla triunfar. Ninguna nada es necesaria, ningún contacto con la nada, tal es la divisa de la existencia, posible por la creación. No es necesaria y tampoco podemos suprimirla, puesto que crear significa ya abolirla. Crear es ser el barquero, ése gracias al cuál el pasado pasa.

existences!

 La création est plus forte que la lutte, puisqu’elle n’a pas besoin de violence, plus juste, puisqu’elle n’impose rien, plus riche, puisqu’elle produit au lieu de détruire, plus existante, enfin, puisqu’elle évite de provoquer, en elle comme hors d’elle, le moindre néant. La création, seule, permet de renoncer à la tentation du néant : celle d’un recours au néant pour lutter contre le néant. Or anéantir le néant serait le faire triompher. Il ne faut nul néant, nul contact avec le néant, telle est la devise de l’existence, possible par la création.  Il ne faut et on peut ne rien supprimer, puisque créer suffit à périmer. Créer, c’est être le passeur, celui par qui le passé passe.

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Canción de Naray (Fragmento de Saludo al sol)

¡haab sará!

sobre la cubierta arbórea de la tierra la nube surgida del mar

el espíritu del agua

sobre nuestras cabezas desaparece la separación

tan llena de vacíos ¡ah, todo ese inmenso espacio!

 

el contento de nuestros corazones

invade de paz este bosque de estrellas

savia de vida y amor

asciende una a una por las hojas

nuestra alegría brilla en una galaxia lejana

pequeño instante

nuestra casa en la tierra ¡haab sará!

se expande ¡un segundo universo!

 

volamos indemnes el tiempo

nuestras manos juntas y extensas alas

lluvia que canta en nuestras voces

lenguas que la lluvia habla en nuestras lenguas

 

¡haab sará!

más allá de los límites últimos

más allá del lugar donde dice ‘más allá

hay dragones, misterios y nada

y miedo a volver a la nada’

¡haab sará!

más allá de los límites de nuestra existencia

donde el fin es otro principio

bosques

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