En Haridwar, cuando yo no sabía que sabía…

En Haridwar, cuando yo no sabía que sabía…

Llevé hacia el norte mi saludo al sol,

viajero en compañía de una luz recién amanecida,

ancha, extensa, pálida,

resuelta a ser acrecentada en su fulgor,

buscadora del más alto reflejo para su claridad de estrella vehemente.

Con ella me posé a los pies del Himalaya,

dhoti de neófito arropando sus poderosos hombros,

y de su seno, elevadas aristas,

agotadoras rocas deformadas por luces y por sombras,

afilado hielo ensangrentando el cielo despavorido.

Su cuerpo eternamente agónico y naciente resonaba

propagando la sempiterna consigna de su reino:

«El espacio es una forma del tiempo, que es el prodigio».

Pero yo no sabía que sabía…

Descendí por un sinfín de veneros

como si lo hiciera en el cabello de Shiva,

otorgado bajo forma de arroyo. Afluente, riachuelo,

fui cauce infinito componiendo con agua turbulenta

el río del Cielo.

Hasta que el valle se hizo llamar llanura en Haridwar.

Seguí aquel ancho curso haciéndose más y más tranquilo.

Me detuve con él, atento, cuidadoso, dispuesto para ‘algo’, no sabía…

Sacudí el polvo de mis ropas, me alisé el cabello,

lavé mis manos en el agua bañada por el sol.

Luego me sumergí yo entero, preparado para ‘algo’.

Ignoraba por qué, en aquel extraño orden, me cubría de dignidad.

No sabía que sabía, ¡estando tan cerca de Loquenoseve!,

sin geografía, tiempo, ni acomodo físico.

Un nombre de misteriosa transparencia en el rumor del viento,

disuelto en cuentos de antiguas caravanas, de boca en boca propagados

por cada esquina de la antigua Mathura…

Paraíso escondido solo por la contumaz ceguera de los hombres,

allí se llegaba sin quererlo, dejándose llevar por versos o canciones,

exponiéndose a la gracia de pinturas o grabados,

iluminado por el relato de los sueños

por amor, pureza o compasión. Nunca por azar.

Ni mérito, ni seguimiento de ninguna regla.

No era el fin o el afán lo que capacitaba.

Por allí no se pasaba, aquel lugar se descubría.

Y yo tan sumamente cerca, sin saber que sabía

que Loquenoseve era un paraíso donde se repartían bendiciones

en forma de deseos cotidianos:

‘¡Buenos días, amigo, viaje, viajero, hermano, compañero!

Que tengas suerte, pásalo bien, sé feliz, regresa pronto…’

Dispuse mi apariencia mimetizado con el río del Cielo.

Fui agua primero, de lluvia o de deshielo, recogiéndome

gota a gota en las fuentes rumorosas de montes aledaños o lejanos,

luego seguí fluyendo en calma por orillas amigables, remansado,

estremecido de emoción antes de traspasar los límites,

amando el intacto momento de la dicha

sin suponer ni por asomo que pudiera ser tocada.

Sólo había que llegar y disfrutar la espera,

ajeno a recompensa o pretensión alguna.

¡No sé cómo lo supe ni por qué, o siquiera si fue así…!

Pero supe de otra condición definitiva.

Una vez a las puertas, había que hacerse parte, parte del todo.

Había que volverse trasparente con el agua,

y ‘hacerse de allí’, en un gesto de humildad elocuente y generoso.

Aquel marcado por su origen de forma tan perenne

que no pudiera olvidar de dónde procedía,

quiénes eran ‘los suyos’ o en qué creía, tendría cerrado el paso.

Sólo siendo se estaba, sólo así, se entraba.

Los que eran aceptados lo advertían porque podían darse la vuelta,

satisfechos simplemente contemplando sus invisibles límites

y sabiendo, como yo creía que sabía, al fin, en aquel momento.

Estaba allí, saludaba al sol, consciente de mí mismo en aquel todo.

Nada más necesitaba para estar conforme: Podía regresar.

Tal vez por eso me fue franqueada una puerta que siempre estuvo abierta.

Un paso más, un suspiro, una palabra, un gesto…  Y estuve dentro.

Hubo un cambio de luz, tal vez más irreal. Como correspondía.

Allí era más como de atardecer inmóvil, pintado

sobre un gran escenario de tierra inmensa, suave,

verde, dorada, cruzada por el cauce del río del Cielo

que era tan limpio como son todos los ríos

en los recuerdos de la infancia, bajo el sol y en los sueños.

Pacíficos barcos blancos navegaban en la dirección del agua.

El agua ancha y el cielo azul, todos seguían su curso. Hacia el mar.

Despacio, porque el río creaba sus márgenes a medida que fluía.

Y fluía despacio, haciendo a conciencia su trabajo.

No me asombré: Me pareció que había visto antes

el nacimiento de sus regiones descollantes y feraces

sumándose a las ya benditas por sus pretéritas orillas.

Como su fluir nunca se interrumpía, pues el agua del alma es inagotable,

su desembocadura era un destino legendario

y el mar, epítome de la esperanza nunca realizada.

Nadie habría querido ser el agua de ese mar eternamente burlado;

todos querían ser el agua dulce de este río y discurrir en su cauce.

En sus riberas se congregaban multitudes.

Razas, creencias, naciones, lenguas;

pero no desfilaban con banderas,

no coreaban el nombre de ninguna tierra con orgullo,

ni ostentaban sus rasgos, sus acentos, sus ideas, como común señal de identidad.

Aquí se venía solo, de uno en uno.

Se caminaba junto al río, se cantaba, se cogía el agua a manos llenas.

Los había que ansiaban recibir algunos dones superiores:

sabiduría, felicidad, contacto con lo divino. ¡La mayor expectativa!

Otros tan sólo deseaban pequeños regalos cotidianos:

buenas cosechas, la curación de una enfermedad

o suerte para encontrar un empleo.

Algunos parecían empeñados en recibir una limosna

de los más afortunados, sólo por poder entregar sus bendiciones,

aunque las distribuyeran igualmente sin retribución.

Todos aparecían resplandecientes y dichosos,

iban y regresan a la orilla, hacían sus peticiones,

danzaban, meditaban, oraban o lloraban ensimismados.

Muchos se sumergían en sus aguas limpias, que admirablemente

se purificaban todavía más con el contacto de su cuerpo.

Por donde pasaba, admirado entre amistosa muchedumbre

que exhibía ropas y sonrisas de todos los colores existentes,

era invitado a compartir, cantar o enredarme entre las cuerdas de un sitar

que desgranaba dulcemente ragas de media tarde.

Me deleité con todo sin detenerme demasiado,

decliné con prudencia los ofrecimientos de quedarme

pues me parecía imposible elegir. Sabía que no sabía suficiente…

Una isla de higueras sagradas emergió, exuberante de silencio,

en el corazón del pacífico tumulto.

Un isleño se dirigía a una pequeña concurrencia,

heterogénea como la multitud que se movía alrededor en oleadas.

Todo escuchaba. Y yo era parte.

Desde el opulento verde de las copas, las hojas

tendían al suelo sus zarcillos sensibles a la brisa,

como antenas inversas, buscadoras de la palabra primavera.

Interesadas en la explicación, se habría dicho.

Y que se estaba hablando de ellas, podría deducirse.

Tal vez fuera así. Por esa razón nada más, me detuve: para saberlo.

Fui cauteloso hasta alcanzar con sutileza las palabras dichas,

mas no lo suficiente, pues el orador detectó mi presencia.

Me indicó que me uniera a ellos con un gesto inequívoco y cordial,

¡y me llamó por mi nombre!

No me sorprendió, pues yo, de hecho, conocía el suyo.

Me senté en el suelo, en una elevación tras los demás.

Podía ver a todos claramente y oír que me tomaba como ejemplo.

Alguna argumentación expuesta cuando yo todavía no estaba…

«Mirad al visitante que acaba de unirse a nuestro grupo”,

dijo, sin señalarme siquiera con los ojos,

y aun así todos sabían sin volverse a quién se refería.

«Es un desconocido, a primera vista. También para mí,

aunque lo he llamado por su nombre.

Un acontecimiento excepcional del tiempo,

en este espacio sin tiempo que gozamos en Loquenoseve.

Podemos averiguar sobre él preguntándole de dónde viene,

cómo ha llegado y por qué se ha acercado hasta nosotros,

estando como están estas orillas llenas de un gentío que ofrece y canta,

y siempre acepta a cada desconocido como amigo,

hijo, hermano al que agasajar o con el que celebrar».

El orador cuyo nombre conocía,

isleño navegando las olas del silencio, hizo una pausa.

No esperó a que esperaran que aclarase nada.

Confió en que confiaran.

Cualquier pregunta se revelaría finalmente innecesaria.

Las claves se harían evidentes sin decirse.

Sin decir siquiera que la luz es más importante que los objetos que ilumina.

Y luego prosiguió:

« El paso le ha sido franqueado al que camina tras el sol,

pero su viaje no termina entre nosotros,

se ha detenido solamente a compartir curiosidad

con las hojas sensitivas de las higueras sagradas

y sombra con los sonidos de esta isla de silencio.

Es claro que busca lo que ignora,

y que ignora todavía que conoce.

A quien quisiera sostener que es un desconocido,

le diré que lo es tan sólo de una forma irrelevante.

Sabemos ya qué es, y su nombre es transparente

para el quiera mirar sin intencionalidad inquisitiva,

más allá del deseo de saber, por conocer tan solo .

El saber que busca un objetivo,

a veces descubriendo, a veces violentando,

genera una sed insaciable de saber más.

un estado extraordinario, imprescindible tal vez

para la especie y el individuo.

Pero inútil para el ser.

Sin saber seguiríamos en la edad remota.

O tal vez no, tal vez conocer profundamente

nos habría evolucionado de otra forma.

Más despacio, quizás, pero con menos sufrimiento.

¿Más deprisa, quizás, de esa manera?»

Un nuevo y elocuente silencio. Tiempo. Prolongado.

El orador cuyo nombre conocía me miró de forma amistosa y sostenida,

y volvió a enviar al viento sus palabras, sobre la espuma y las olas del silencio:

«Ha llegado hasta aquí, y está sentado como uno más entre nosotros.

Respira en calma, no hay temor alguno en su rostro.

Hemos estado juntos una fracción de nuestro inexistente tiempo,

tomado el mismo aire, recibido la misma claridad,

habitando el mismo círculo de paz.

Un pequeño fragmento de vida compartida

con este extraño acontecimiento excepcional.

¿Es de verdad extraño? Miradlo ahora de nuevo, os lo ruego».

Esta vez todos se volvieron hacia mí de forma simultánea,

incluso los zarcillos y sus hojas con más curiosidad que nunca

aunque sólo buscaban escuchar la palabra primavera.

Detrás de aquella lluvia de miradas había un cielo sin nubes.

Agradecí el momento.

En cualquier otro lugar, habría resultado intimidatorio,

pero no allí. No allí.

No me sentí interrogado por aquellos rostros,

sino aceptado y abrazado.

No percibí intención de registrar información

indicadora de mi presunta identidad.

Fui invitado a mostrarme como era,

con una naturalidad que me hizo reconsiderar

el conocimiento que de mí mismo poseía.

Me vi desde sus propios ojos y a la vez desde los míos.

No la imagen ni la máscara de una persona,

no el perfil plausible o la suma de rasgos y carácter,

sino una descripción de mí profundamente comprensiva.

Nunca antes había alcanzado a vislumbrarme de aquella forma.

Creía que sabía. Que sabía eso, al menos.

Respondí con serena neutralidad,

tanto por expresar mi complicidad sincera,

cuanto por no modificar el verdadero semblante del objeto

observado… por causa de los observadores.

A pesar de que eso ya no importaba nada, era un vestigio,

sólo tenía el valor de lo descriptivo.

Era una antigua forma de mirar y de mirarse,

en la que el aspecto resultaba ser

el primer y principal elemento definitorio de una persona.

«Aquí», manifesté navegando yo también,

sobre la espuma del silencio en la cresta de las olas,

isleño ya de gesto imperturbable,

«el cuerpo cansado, los sentidos atentos, la actitud confiada y prudente,

respira un hombre libre

que solo desea pronunciar la palabra ‘primavera’».

Las hojas vibraron de júbilo movidas por la brisa.

Un anciano se puso en pie, saludó con la cabeza, habló despacio:

«El conocimiento opera de una forma diferente al saber”.

La mujer a su lado parecía una avezada productora de silencio:

«El conocimiento hace caso omiso de los detalles.

Se centra en lo esencial”.

Otros isleños fueron tomando su ola:

«Lo esencial es que sabemos lo que es

sin necesidad de averiguar quién es. Nos basta imaginar».

«Para saber quién es, habría que exponerse a una pregunta.

Pero hay que elegirla bien: preguntar es demasiado importante,

y no porque siempre permita ir más profundo».

«Preguntar quién es tan sólo para saber,

violentaría la secuencia natural del conocimiento,

que se manifiesta observando adecuadamente

y se perfecciona con la espera».

«Intentar saber fuerza la realidad,

especialmente si avanza derribando los márgenes

del conocimiento previo sin haberlo llegado a entender».

«La razón eleva luces para iluminar el camino.

En su esfuerzo por aclararlo todo,

arrastra a veces conocimientos esenciales, los envilece,

pero la razón está a menudo más cerca del conocimiento que el saber».

«Los hombres requieren del conocimiento para vivir en armonía

y del saber para afirmarse como individuos y como grupo dominante».

«El saber busca la verdad, es un medio.

El conocimiento es la verdad. Ese es el fin».

Ni las hojas jubilosas de las higueras sagradas,

ni la respiración de tantos pechos, ni la voz de tantos corazones,

pudieron oírse en el silencio que siguió,

pero sí sonaron dentro de mí las palabras unánimes de todos ellos, juntos:

«Lo que eres y quién eres te es revelado

cuando te interrogas y te reconoces.

Lo que haces hoy, lo que das ahora,

lo que te ha traído hasta Loquenoseve,

lo que te esfuerzas en comprender en este preciso momento…

El que desea saber quién es cada día

debe interrogarse cada día.

El amor es sólo presente: el que ama, ama ahora».

El orador cuyo nombre conocía se dirigió a mí:

«Quizás alguna vez te quedes lo suficiente para ser nuestro guía».

«Volveré; espero. Debo aprender más de paraísos y conocimientos.

No creo que pueda guiaros en nada,

sin embargo será un placer serviros de ocasional motivo. Como ahora.

Tu improvisación, en mi llegada, fue impresionante».

«Entrabas en nuestros planes desde hace tiempo.

Te conocíamos suficiente como para esperarte.

Has podido llegar, ya sabes, eso es suficiente para saber quién eres.

Jugábamos con ventaja.

Ahora me temo que el sol te pide partir», concluyó,

señalando el oeste donde el río del Cielo se perdía,

y el disco solar descendía hacia el horizonte

“¡Namaste!”, nos saludamos a la vez,

y abandoné el bosquecillo de higueras sagradas,

las hojas agitando sus antenas en señal de despedida.

Regresé entre la multitud, a los anchos paseos

donde el sol exhibía el postrer oro de los tigres,

junto a la suave corriente, ribera abajo, como correspondía,

observando los barcos, la multitud, las hermosas esculturas,

las diyas arder sobre las balaustradas.

Me detuve ante un estupa y su urna de plata

que reflejaba mi rostro asombrado, orgulloso

de compartir el privilegio de aquel paraíso

con gentes de corazón tan puro y tan alto conocimiento.

Alguien que pasó a mi lado se detuvo, me saludó.

Era un hombre joven, vestido con un curta tradicional.

Me habló tímidamente, sonriendo:

«No destines demasiado tiempo

a la contemplación de los obeliscos

imaginando que están erigidos en tu honor.

Incluso si fuera como deseas,  moverte en el Surya Namaskara

será siempre tu único y verdadero logro…

¿Deseas preguntarme algo, bhai?», me ofreció,

como si formara parte de un cuerpo de voluntarios

preparados para orientar a los recién llegados.

«Tal vez. Muchas cosas», contesté sorprendido

mientras trataba de sobreponerme a su consejo,

pero recordé la reciente charla, la futilidad de las preguntas

cuando no son imprescindibles, y decliné su ofrecimiento:

«Pensándolo mejor, no, está bien así, sukriya, joven amigo».

Recordé al momento una información que sí me sería útil recibir

y lo detuve con un leve gesto de la mano:

“Sí tengo una pregunta: ¿La salida?”

El joven sonrió satisfecho de poder ayudarme

y de que no le guardara rencor por su consejo no pedido.

Colocó en su frente una mano en forma de visera,

escrutó el horizonte en todas direcciones,

miró al cielo y al suelo, negó con la cabeza,

apuntó con su dedo hacia mí, después al sol.

«Surya se aleja», respondió sin más,

al tiempo que movía la cabeza, esta vez afirmativamente,

juntaba sus manos frente al rostro

y desaparecía entre la bendita multitud de la ribera.

«Pues claro», le grité agradecido al tiempo que le devolvía el saludo,

aunque ya no estaba, «por aquí se entra y por aquí se sale».

Un paso más, un suspiro, una palabra, un gesto…  Y estuve fuera.

Hubo un cambio de luz, ahora más pálida y real,

ya sin el oro de los tigres. Como correspondía.

«El espacio es una forma del tiempo. El tiempo es el portento».

Me pareció que ahora sabía que sabía (o tal vez conocía) algo de ello…,

de nuevo junto a un río del Cielo de aguas cristalinas

por el que ya no navegaban barcos o junto al que ya no caminaban multitudes.

Me pregunté si el paraíso no sería un lugar de presentimientos

y dichosas conjeturas,

un continuo fluir de inaprensibles sensaciones

a las que había que renunciar al tiempo que se percibían,

donde se disfrutaba de una felicidad intangible e invisible,

apenas respirada, escuchada, paladeada en el aire que escapaba,

en el agua que fluía…

Como un mango arquetípico o una manzana ideal,

sólo visibles con los ojos cerrados,

que no podían ser arrancados del árbol, ni tocados,

ni, por supuesto, mordidos…

Con sus sabores esfumándose en mi mente, sabores de la vida,

me dispuse a dejarlo todo fuera,

incluso el secreto recuerdo de Loquenoseve.

Debía finalizar mi Surya Namascara,

pues el sol se ponía en la llanura de Haridwar

y los Himalayas se alejaban despacio,

sus poderosos hombros arropados por dhoti de neófito.

Saludo al sol: Primera travesía.

Al mismo tiempo que contemplaba el amanecer, me entregué a fondo a la voluptuosa caricia del Mediterráneo: La envoltura salada de la brisa, el sol deslizándose en el mar, el silencio azul de la luz. Todo convenientemente agitado por las olas, tal y como suelen recomendar las instrucciones de uso de algunos fármacos. Cerré los ojos a conciencia e imaginé que bebía un trago de esa medicina. Para alguien como yo, procedente de tierra adentro y en busca de claridad, aquel simple remedio podía funcionar como un billete psíquico para viajar a otro mundo. Fue inmediato. Bajo los efectos concomitantes de una buena dosis de pura belleza y el rítmico cabeceo de la navegación, con la noche adentro y el día naciente al otro lado de mis párpados, me transformé en habitante de un pequeño planeta mecido por el viento de las estrellas. Lo imaginé girando al compás gravitatorio de las grandes esferas. Salté de una en una. Hermosos y terribles lugares. Más allá del fuego y el hielo, más allá de la luz y la oscuridad. Era un gran viajero. Veloz, experimentado, curioso. A duras penas podía resistirme a la fatal atracción de los misteriosos agujeros negros, pozos sin fondo, devoradores del tiempo y el espacio donde zozobraban en silencio el sonido del mar y las gaviotas, que sí, estaban realmente alrededor. Pero mi pericia de explorador estelar me permitía bordearlos y disfrutar indemne del vértigo de su proximidad. No me resultaba inusual sentirme en lugares inalcanzables a partir de un ejercicio de imaginación, aunque lo había hecho poco desde mi infancia. Lo viví como una especie de premonición o de promesa. El impulso no estaba sólo en mí, me pareció; era un estímulo procedente también del exterior, de la confluencia de múltiples elementos que aunaban su poder de convocatoria, al mismo tiempo como señal y como llamada.

Sobre la proa de aquel barco, las sensaciones del mundo inmediato se resumían en una: me sentía libre. El estímulo, la promesa o el impulso me liberaban de ataduras. No había necesidad de nada más; ni de propósitos, ni de tiempo, ni siquiera de lógica causal o explicaciones. Me pregunté mi nombre y respondí con la denominación de una estrella desconocida, tal vez todavía no nacida o definitivamente desaparecida. También era libre para llamarme con el nombre de lo imposible. Todo encajaba a la perfección en la mecánica celeste de mis propias fantasías y así vagué a mis anchas perdido gozosamente en un espacio sin fronteras.

 

En pleno arrebato cósmico, sonó dentro de mi ensueño por tres veces la sirena de un barco. Y a la tercera decidí regresar. Atravesé aquella pasarela sónica cruzando la noche imaginada de mi propio mundo, de la misma forma que el héroe victorioso vuelve a casa, ebrio de gloria, el rostro iluminado por el secreto de la luz y las tinieblas que acaba de robar a los dioses. Al abrir los ojos me di de bruces con otra esfera, esta casi plana, la de mi reloj de pulsera. Admiré sus signos como si fueran parte de un enigma, esperando que me devolvieran el tiempo perdido. No el que había pasado allí imaginando mundos, puesto que lo había disfrutado tanto, sino todo el que consideraba verdaderamente malogrado a lo largo de mi vida: el que olvidé en el minuto siguiente a su pérdida, el que desafortunadamente no pude olvidar a pesar de mis esfuerzos, el que habría cambiado por un salto temporal en el vacío en épocas adversas, el que no me sirvió para ser feliz… Sorprendido, caí en la cuenta de que en el planeta tierra, concretamente en aquel punto del Mar Mediterráneo, eran casi las doce en punto. La pequeña esfera acababa de devorarme de nuevo. No me importó. Esta vez eran sólo unos bocados que yo, como un gourmet que se alimentara de su propio tiempo, había tenido ocasión de saborear con deleite. El sol brillaba pletórico en lo alto. Lo admiré de reojo, discretamente. Aun así me pareció que me devolvía un buen presagio. «Ya veremos», pensé.

El primer poema de la historia del mundo

A veces, cuando me pongo ante el papel o el teclado, pienso en el primer poema, antes del verso, el ritmo y la escritura, antes del poeta, la poesía y la palabra, quién sabe si también antes de nuestra especie (mi visor no tiene un enfoque tan preciso). Entre los destellos que a veces iluminan como un relámpago la noche de los tiempos en la propia mente, imagino que veo lo que el primero vio: estrellas de constelaciones desconocidas, oscuridad horadada por la luna, la espesura, amenazante y protectora a la vez, de un bosque iluminado por la primera claridad del alba, el cuerpo dormido cerca, a su costado, despertando el deseo de una nueva cópula…

¿Cómo serían aquellos sentimientos precursores? ¿Qué procesos mentales acompañarían a los recuerdos gratos, a la añoranza, al éxito en la caza o al temor anticipado? Inexpresables todavía, pero esperando sin saberlo el instrumento que los manifestara: la palabra y esa libertad para lo subjetivo que reclama la poesía.

No mucho después se escucharon las primeras voces. Eran llamadas, amenazas, claves temporales, sonidos para designar lo cotidiano; lo útil, lo necesario, lo crítico para sobrevivir, en suma. Una buena estrategia para la propagación del lenguaje en tiempos muchos peores que los nuestros para la lírica. El primero lo supo, lo vio. Con astucia se aprestó a colaborar sugiriendo una expresión que designara, probablemente, todo lo que era comestible. Una artimaña para propagar un invento que sólo podía ser social, y así, con el tiempo poder expresar aquel extraño cúmulo de sensaciones que habitaban sus sueños cada noche y asombraban su corazón cada día.

Sólo mucho después, hace apenas unas pocas decenas de miles de años aparecieron los primeros versos conocidos. Estaban dedicados a la celebración de la cosecha y escritos en escritura jeroglífica por uno de los primeros poetas en el antiguo Egipto.

Y sólo hace 10000 años apareció Homero, el aedo.

Y sólo hace 6000 años en una tabla de barro encontrada en el actual Irak, esta declaración conmovedora:  “Novio mí­o, próximo a mi corazón, grandiosa es tu belleza. Me has cautivado, déjame presentarme temblorosa ante ti. Novio mío, seré llevada al dormitorio. Novio mío, has obtenido placer de mí­. Cuéntale a mi madre, que te dará delicias; también a mi padre, que te dará obsequios.”

Así que me pongo ante el papel o el teclado, consciente de la trascendencia del momento, y canto, y me  digo, primero, que un hombre es todos los hombres; y, después, que un poeta cada vez que se pone a ejercitar su oficio, más o menos experto o inspirado, eso da igual, es el primer poeta.

             

Mi regalo (para el que quiera aceptarlo)

Me siento enteramente físico
y enteramente espíritu.
Estoy aquí, ahora, así…,
extendiéndome.
Dedicando mi vida a la vida.
Aunque mi asombro viene de lejos,
acabo de saber que tiene su origen
en este don universal y mio
que consiste en ser tocado cada día
por la visión del sol.
Él, ‘el don’, me permite ‘ser’
cada segundo en la vigilia,
desde que amanece,
y después, en el sueño, soñar
que si todavía a mi edad
no soy un viejo, nunca lo seré.
He tardado muchos años
en sentirme tan joven
enamorado de las cosas pequeñas,
de los actos sencillos,
cotidianos, perfectos…

Aquí llega el sol, ese prodigio cotidiano

El anuncio de la luz me movilizó segundos antes de que el más mínimo indicio fuera todavía visible. «Aquí llega el sol, la estrella y también el símbolo». Eso fue lo que pensé para, a continuación, inspirado por una especie de numen inefable, pronunciar en voz sonora la letanía de sus muchos nombres: «Estandarte donde se refleja el universo. Mensaje indescifrado del cielo. Señor tiránico y magnánimo del clima. Humilde servidor del día. Dominador de las tinieblas. Reloj de los ciclos de la vida. Principio de conocimiento. Triunfo del bien y de la luz. Don de la fuerza. El que abrasa y revive, urde todas las primaveras del mundo, hace estallar el verano, endurece el trigo y engendra el pan, madura la uva, salva y mata, besa y muerde, comparece y huye… Orbe que gobierna un sistema de planetas y también la llama mínima que ilumina un espacio tantas veces vacío, escondido, entre luces y sombras, muy, muy dentro de cada ser… «Vierte sobre mí, dentro de mí, aunque sea uno de tus millones de rayos centelleantes” ».

Con toda y con esa prosopopeya, a menudo me había pasado inadvertido. ¡El sol, invisible! ¿Dónde se había visto? Su luz era ese prodigio cotidiano que, como a mi propia persona, había venido descontando del catálogo de lo admirable simplemente porque estaba ahí, permanentemente asegurado. La voz regresó aludiéndome claramente, de manera que ya no me quedó ninguna duda sobre su existencia y su intencionalidad. «Pero, recuerda, si no te asombras por el sol o por ti mismo, nada podrá causarte nunca asombro». Por eso me dispuse a salir a su encuentro. Con todas mis fuerzas deseaba experimentar ese sentido del misterio que todo ser humano persigue y que la mente por sí sola no puede comprender. Recibir aquel sol de primera mañana, el día del solsticio de verano, sería una forma de vincularme al milagro de los cuerpos celestes alineándose con esos otros terrenales cuerpos de carne y hueso, sangre y savia, espíritu e instinto. Iba a manifestar mi orgullo por ser uno de esos seres. Atribulado, cansado, enfermo, uno de tantos, pero capaz incluso de intentar entender el misterio de su propia identidad; dispuesto a trascender los propios límites y afrontar, con todas sus benditas y terribles consecuencias, la aventura de existir, por breve que esta pudiera ser ya. Lo que me aprestaba a iniciar pondría en evidencia mi extrema fragilidad, pero también mi potencialidad para entregarme a la vida sin reservas. A través de ese encuentro y lo que simbolizaba iba a penetrar en un nuevo territorio, un país misterioso cuya proximidad me anticipaba ya la sutil evidencia con que desde lo invisible muestra su pujanza lo eterno.

 

Fragmento de Saludo al sol http://www.amazon.es/dp/ASIN/B009MOEQ0U

Cómo comenzar una novela.

Tratando de sorprender pero también de centrar el tema llevando el agua a tu molino. Así lo hice yo en Saludo al sol, por si le sirve a alguien: Ulises se da cuenta de algo asombrosamente obvio y cotidiano. Está vivo. Evidente. ¿Qué es lo sorprendente entonces? Que lo obvio no lo es tanto, que aceptamos como normal algo que es absolutamente maravilloso, porque nuestros despertares están contados… Y darse cuenta de ello es una autentica revelación. No dejes pasar la oportunidad de saborear el reencuentro con la vigilia tras el sueño, tras un sueño de tantos años… Así es la vida. Hay que sacarle partido a cada segundo desde el amanecer siendo consciente. Aquí siguen los primeros párrafos… Dos voces, la suya propia y otra que parece hablarle a él, y luego será la voz de su maestro… Espero que te guste. Dímelo si es así…

Ulises despierta y recuerda a Marion

Me di cuenta de que estaba vivo nada más despertar, aunque por momentos creí que todavía soñaba. Te urge, Ulises, lo sabes, lo revelador no es estar vivo, sino sentirlo con esta fuerza incontenible, turbadora, perentoria… Y no, no estás soñando.

No fueron los oídos o los pulmones los que me alertaron, ni el rítmico mensaje del corazón, ni siquiera el destello de la primera conexión sináptica del día… Piensas, luego existes. Parece sencillo. No lo es tanto: El recurso del método cartesiano es poco útil en tu actual estado de lúcida ensoñación. Los procesos fisiológicos habituales no eran la causa, sino el efecto. Yo podía activarlos uno a uno, como si manejara un cuadro de luces capaz de iluminar el gran escenario del mundo.

Tomas conciencia de tu respiración y tus latidos, de tu cuerpo, tus capacidades y tus pensamientos. Mezclados el desmedido anhelo de la vida y la incierta noticia de la muerte, de nuevo, por segunda vez en unas pocas horas. Significativo que una de las acciones a las que antes te sientes impulsado sea sentarte a relatar las peripecias de tu recién concluido viaje. Ahí, en el viaje, están las claves de lo que te está sucediendo.

Inspiré profundamente, pero el aire no llegó a producirme la satisfacción esperada. Podía hacerlo mejor. ¡Sabía hacerlo mejor! Cada mañana al despertar me había encontrado inadvertidamente con la vida tras las habituales reacciones psicosomáticas y había respirado según las normas básicas de supervivencia, de forma automática e inadvertida. Hoy es bien diferente: Se trata de tu capacidad para ser y saber que estás vivo. Es el amanecer de un nuevo comienzo. Escuchas… esta voz…, que te habla desde el otro lado del silencio…, luego existes.

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Here comes the sun!


Es 21 de Junio, la noche del solsticio de verano, en una playa al sur de Mahón. Incierta claridad apunta por el este. Canta George Harrison: «Here comes thes sun, here comes the sun and I say, it´s all right».

Descubrí el yoga a esa edad en que el escepticismo deja de ser una pose o una actitud mental de independencia, para convertirse en un filtro que la experiencia teje ante la mirada por costumbre, miedo o simple confort intelectual, haciendo así del mundo un continuo déjà-vu carente de emociones y de brillo. Saludo al sol es el relato de ese descubrimiento, un verdadero viaje en busca del sentido con el propio cuerpo como punto de partida y de llegada.

Se trata de un renacimiento en el momento en que Ulises, nuestro protagonista, afronta los mayores cambios que el tiempo inflige al ser humano, incluido el mayor cambio, el que desde el momento de nacer se acerca inexorablemente y al que nos resulta tan difícil mirar de frente y mucho más aceptarlo con la misma admiración con que asistimos, por ejemplo, a una puesta de sol.

Leon Alair es un seudónimo. Como la historia relatada aquí, resulto tan imaginado como real. Tal vez por eso soy un imaginado pertinaz, pues Saludo al sol es mi segunda novela, tras Ariadna en la frontera de la luna. Soy como Ulises un personaje del autor, al cual le gusta pensar que sólo deja de lado su nombre de ciudadano para no interferir con… el sentido. Pero no se oculta (ninguno de los dos lo hacemos), al contrario: ¡cómo habría de ocultarse quien ordena sus vivencias, sus fantasías, sus sentimientos y su voz en una cuántas hojas de papel o tinta electrónica para someterlas a público escrutinio!

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Leon Alair