En Haridwar, cuando yo no sabía que sabía…

En Haridwar, cuando yo no sabía que sabía…

Llevé hacia el norte mi saludo al sol,

viajero en compañía de una luz recién amanecida,

ancha, extensa, pálida,

resuelta a ser acrecentada en su fulgor,

buscadora del más alto reflejo para su claridad de estrella vehemente.

Con ella me posé a los pies del Himalaya,

dhoti de neófito arropando sus poderosos hombros,

y de su seno, elevadas aristas,

agotadoras rocas deformadas por luces y por sombras,

afilado hielo ensangrentando el cielo despavorido.

Su cuerpo eternamente agónico y naciente resonaba

propagando la sempiterna consigna de su reino:

«El espacio es una forma del tiempo, que es el prodigio».

Pero yo no sabía que sabía…

Descendí por un sinfín de veneros

como si lo hiciera en el cabello de Shiva,

otorgado bajo forma de arroyo. Afluente, riachuelo,

fui cauce infinito componiendo con agua turbulenta

el río del Cielo.

Hasta que el valle se hizo llamar llanura en Haridwar.

Seguí aquel ancho curso haciéndose más y más tranquilo.

Me detuve con él, atento, cuidadoso, dispuesto para ‘algo’, no sabía…

Sacudí el polvo de mis ropas, me alisé el cabello,

lavé mis manos en el agua bañada por el sol.

Luego me sumergí yo entero, preparado para ‘algo’.

Ignoraba por qué, en aquel extraño orden, me cubría de dignidad.

No sabía que sabía, ¡estando tan cerca de Loquenoseve!,

sin geografía, tiempo, ni acomodo físico.

Un nombre de misteriosa transparencia en el rumor del viento,

disuelto en cuentos de antiguas caravanas, de boca en boca propagados

por cada esquina de la antigua Mathura…

Paraíso escondido solo por la contumaz ceguera de los hombres,

allí se llegaba sin quererlo, dejándose llevar por versos o canciones,

exponiéndose a la gracia de pinturas o grabados,

iluminado por el relato de los sueños

por amor, pureza o compasión. Nunca por azar.

Ni mérito, ni seguimiento de ninguna regla.

No era el fin o el afán lo que capacitaba.

Por allí no se pasaba, aquel lugar se descubría.

Y yo tan sumamente cerca, sin saber que sabía

que Loquenoseve era un paraíso donde se repartían bendiciones

en forma de deseos cotidianos:

‘¡Buenos días, amigo, viaje, viajero, hermano, compañero!

Que tengas suerte, pásalo bien, sé feliz, regresa pronto…’

Dispuse mi apariencia mimetizado con el río del Cielo.

Fui agua primero, de lluvia o de deshielo, recogiéndome

gota a gota en las fuentes rumorosas de montes aledaños o lejanos,

luego seguí fluyendo en calma por orillas amigables, remansado,

estremecido de emoción antes de traspasar los límites,

amando el intacto momento de la dicha

sin suponer ni por asomo que pudiera ser tocada.

Sólo había que llegar y disfrutar la espera,

ajeno a recompensa o pretensión alguna.

¡No sé cómo lo supe ni por qué, o siquiera si fue así…!

Pero supe de otra condición definitiva.

Una vez a las puertas, había que hacerse parte, parte del todo.

Había que volverse trasparente con el agua,

y ‘hacerse de allí’, en un gesto de humildad elocuente y generoso.

Aquel marcado por su origen de forma tan perenne

que no pudiera olvidar de dónde procedía,

quiénes eran ‘los suyos’ o en qué creía, tendría cerrado el paso.

Sólo siendo se estaba, sólo así, se entraba.

Los que eran aceptados lo advertían porque podían darse la vuelta,

satisfechos simplemente contemplando sus invisibles límites

y sabiendo, como yo creía que sabía, al fin, en aquel momento.

Estaba allí, saludaba al sol, consciente de mí mismo en aquel todo.

Nada más necesitaba para estar conforme: Podía regresar.

Tal vez por eso me fue franqueada una puerta que siempre estuvo abierta.

Un paso más, un suspiro, una palabra, un gesto…  Y estuve dentro.

Hubo un cambio de luz, tal vez más irreal. Como correspondía.

Allí era más como de atardecer inmóvil, pintado

sobre un gran escenario de tierra inmensa, suave,

verde, dorada, cruzada por el cauce del río del Cielo

que era tan limpio como son todos los ríos

en los recuerdos de la infancia, bajo el sol y en los sueños.

Pacíficos barcos blancos navegaban en la dirección del agua.

El agua ancha y el cielo azul, todos seguían su curso. Hacia el mar.

Despacio, porque el río creaba sus márgenes a medida que fluía.

Y fluía despacio, haciendo a conciencia su trabajo.

No me asombré: Me pareció que había visto antes

el nacimiento de sus regiones descollantes y feraces

sumándose a las ya benditas por sus pretéritas orillas.

Como su fluir nunca se interrumpía, pues el agua del alma es inagotable,

su desembocadura era un destino legendario

y el mar, epítome de la esperanza nunca realizada.

Nadie habría querido ser el agua de ese mar eternamente burlado;

todos querían ser el agua dulce de este río y discurrir en su cauce.

En sus riberas se congregaban multitudes.

Razas, creencias, naciones, lenguas;

pero no desfilaban con banderas,

no coreaban el nombre de ninguna tierra con orgullo,

ni ostentaban sus rasgos, sus acentos, sus ideas, como común señal de identidad.

Aquí se venía solo, de uno en uno.

Se caminaba junto al río, se cantaba, se cogía el agua a manos llenas.

Los había que ansiaban recibir algunos dones superiores:

sabiduría, felicidad, contacto con lo divino. ¡La mayor expectativa!

Otros tan sólo deseaban pequeños regalos cotidianos:

buenas cosechas, la curación de una enfermedad

o suerte para encontrar un empleo.

Algunos parecían empeñados en recibir una limosna

de los más afortunados, sólo por poder entregar sus bendiciones,

aunque las distribuyeran igualmente sin retribución.

Todos aparecían resplandecientes y dichosos,

iban y regresan a la orilla, hacían sus peticiones,

danzaban, meditaban, oraban o lloraban ensimismados.

Muchos se sumergían en sus aguas limpias, que admirablemente

se purificaban todavía más con el contacto de su cuerpo.

Por donde pasaba, admirado entre amistosa muchedumbre

que exhibía ropas y sonrisas de todos los colores existentes,

era invitado a compartir, cantar o enredarme entre las cuerdas de un sitar

que desgranaba dulcemente ragas de media tarde.

Me deleité con todo sin detenerme demasiado,

decliné con prudencia los ofrecimientos de quedarme

pues me parecía imposible elegir. Sabía que no sabía suficiente…

Una isla de higueras sagradas emergió, exuberante de silencio,

en el corazón del pacífico tumulto.

Un isleño se dirigía a una pequeña concurrencia,

heterogénea como la multitud que se movía alrededor en oleadas.

Todo escuchaba. Y yo era parte.

Desde el opulento verde de las copas, las hojas

tendían al suelo sus zarcillos sensibles a la brisa,

como antenas inversas, buscadoras de la palabra primavera.

Interesadas en la explicación, se habría dicho.

Y que se estaba hablando de ellas, podría deducirse.

Tal vez fuera así. Por esa razón nada más, me detuve: para saberlo.

Fui cauteloso hasta alcanzar con sutileza las palabras dichas,

mas no lo suficiente, pues el orador detectó mi presencia.

Me indicó que me uniera a ellos con un gesto inequívoco y cordial,

¡y me llamó por mi nombre!

No me sorprendió, pues yo, de hecho, conocía el suyo.

Me senté en el suelo, en una elevación tras los demás.

Podía ver a todos claramente y oír que me tomaba como ejemplo.

Alguna argumentación expuesta cuando yo todavía no estaba…

«Mirad al visitante que acaba de unirse a nuestro grupo”,

dijo, sin señalarme siquiera con los ojos,

y aun así todos sabían sin volverse a quién se refería.

«Es un desconocido, a primera vista. También para mí,

aunque lo he llamado por su nombre.

Un acontecimiento excepcional del tiempo,

en este espacio sin tiempo que gozamos en Loquenoseve.

Podemos averiguar sobre él preguntándole de dónde viene,

cómo ha llegado y por qué se ha acercado hasta nosotros,

estando como están estas orillas llenas de un gentío que ofrece y canta,

y siempre acepta a cada desconocido como amigo,

hijo, hermano al que agasajar o con el que celebrar».

El orador cuyo nombre conocía,

isleño navegando las olas del silencio, hizo una pausa.

No esperó a que esperaran que aclarase nada.

Confió en que confiaran.

Cualquier pregunta se revelaría finalmente innecesaria.

Las claves se harían evidentes sin decirse.

Sin decir siquiera que la luz es más importante que los objetos que ilumina.

Y luego prosiguió:

« El paso le ha sido franqueado al que camina tras el sol,

pero su viaje no termina entre nosotros,

se ha detenido solamente a compartir curiosidad

con las hojas sensitivas de las higueras sagradas

y sombra con los sonidos de esta isla de silencio.

Es claro que busca lo que ignora,

y que ignora todavía que conoce.

A quien quisiera sostener que es un desconocido,

le diré que lo es tan sólo de una forma irrelevante.

Sabemos ya qué es, y su nombre es transparente

para el quiera mirar sin intencionalidad inquisitiva,

más allá del deseo de saber, por conocer tan solo .

El saber que busca un objetivo,

a veces descubriendo, a veces violentando,

genera una sed insaciable de saber más.

un estado extraordinario, imprescindible tal vez

para la especie y el individuo.

Pero inútil para el ser.

Sin saber seguiríamos en la edad remota.

O tal vez no, tal vez conocer profundamente

nos habría evolucionado de otra forma.

Más despacio, quizás, pero con menos sufrimiento.

¿Más deprisa, quizás, de esa manera?»

Un nuevo y elocuente silencio. Tiempo. Prolongado.

El orador cuyo nombre conocía me miró de forma amistosa y sostenida,

y volvió a enviar al viento sus palabras, sobre la espuma y las olas del silencio:

«Ha llegado hasta aquí, y está sentado como uno más entre nosotros.

Respira en calma, no hay temor alguno en su rostro.

Hemos estado juntos una fracción de nuestro inexistente tiempo,

tomado el mismo aire, recibido la misma claridad,

habitando el mismo círculo de paz.

Un pequeño fragmento de vida compartida

con este extraño acontecimiento excepcional.

¿Es de verdad extraño? Miradlo ahora de nuevo, os lo ruego».

Esta vez todos se volvieron hacia mí de forma simultánea,

incluso los zarcillos y sus hojas con más curiosidad que nunca

aunque sólo buscaban escuchar la palabra primavera.

Detrás de aquella lluvia de miradas había un cielo sin nubes.

Agradecí el momento.

En cualquier otro lugar, habría resultado intimidatorio,

pero no allí. No allí.

No me sentí interrogado por aquellos rostros,

sino aceptado y abrazado.

No percibí intención de registrar información

indicadora de mi presunta identidad.

Fui invitado a mostrarme como era,

con una naturalidad que me hizo reconsiderar

el conocimiento que de mí mismo poseía.

Me vi desde sus propios ojos y a la vez desde los míos.

No la imagen ni la máscara de una persona,

no el perfil plausible o la suma de rasgos y carácter,

sino una descripción de mí profundamente comprensiva.

Nunca antes había alcanzado a vislumbrarme de aquella forma.

Creía que sabía. Que sabía eso, al menos.

Respondí con serena neutralidad,

tanto por expresar mi complicidad sincera,

cuanto por no modificar el verdadero semblante del objeto

observado… por causa de los observadores.

A pesar de que eso ya no importaba nada, era un vestigio,

sólo tenía el valor de lo descriptivo.

Era una antigua forma de mirar y de mirarse,

en la que el aspecto resultaba ser

el primer y principal elemento definitorio de una persona.

«Aquí», manifesté navegando yo también,

sobre la espuma del silencio en la cresta de las olas,

isleño ya de gesto imperturbable,

«el cuerpo cansado, los sentidos atentos, la actitud confiada y prudente,

respira un hombre libre

que solo desea pronunciar la palabra ‘primavera’».

Las hojas vibraron de júbilo movidas por la brisa.

Un anciano se puso en pie, saludó con la cabeza, habló despacio:

«El conocimiento opera de una forma diferente al saber”.

La mujer a su lado parecía una avezada productora de silencio:

«El conocimiento hace caso omiso de los detalles.

Se centra en lo esencial”.

Otros isleños fueron tomando su ola:

«Lo esencial es que sabemos lo que es

sin necesidad de averiguar quién es. Nos basta imaginar».

«Para saber quién es, habría que exponerse a una pregunta.

Pero hay que elegirla bien: preguntar es demasiado importante,

y no porque siempre permita ir más profundo».

«Preguntar quién es tan sólo para saber,

violentaría la secuencia natural del conocimiento,

que se manifiesta observando adecuadamente

y se perfecciona con la espera».

«Intentar saber fuerza la realidad,

especialmente si avanza derribando los márgenes

del conocimiento previo sin haberlo llegado a entender».

«La razón eleva luces para iluminar el camino.

En su esfuerzo por aclararlo todo,

arrastra a veces conocimientos esenciales, los envilece,

pero la razón está a menudo más cerca del conocimiento que el saber».

«Los hombres requieren del conocimiento para vivir en armonía

y del saber para afirmarse como individuos y como grupo dominante».

«El saber busca la verdad, es un medio.

El conocimiento es la verdad. Ese es el fin».

Ni las hojas jubilosas de las higueras sagradas,

ni la respiración de tantos pechos, ni la voz de tantos corazones,

pudieron oírse en el silencio que siguió,

pero sí sonaron dentro de mí las palabras unánimes de todos ellos, juntos:

«Lo que eres y quién eres te es revelado

cuando te interrogas y te reconoces.

Lo que haces hoy, lo que das ahora,

lo que te ha traído hasta Loquenoseve,

lo que te esfuerzas en comprender en este preciso momento…

El que desea saber quién es cada día

debe interrogarse cada día.

El amor es sólo presente: el que ama, ama ahora».

El orador cuyo nombre conocía se dirigió a mí:

«Quizás alguna vez te quedes lo suficiente para ser nuestro guía».

«Volveré; espero. Debo aprender más de paraísos y conocimientos.

No creo que pueda guiaros en nada,

sin embargo será un placer serviros de ocasional motivo. Como ahora.

Tu improvisación, en mi llegada, fue impresionante».

«Entrabas en nuestros planes desde hace tiempo.

Te conocíamos suficiente como para esperarte.

Has podido llegar, ya sabes, eso es suficiente para saber quién eres.

Jugábamos con ventaja.

Ahora me temo que el sol te pide partir», concluyó,

señalando el oeste donde el río del Cielo se perdía,

y el disco solar descendía hacia el horizonte

“¡Namaste!”, nos saludamos a la vez,

y abandoné el bosquecillo de higueras sagradas,

las hojas agitando sus antenas en señal de despedida.

Regresé entre la multitud, a los anchos paseos

donde el sol exhibía el postrer oro de los tigres,

junto a la suave corriente, ribera abajo, como correspondía,

observando los barcos, la multitud, las hermosas esculturas,

las diyas arder sobre las balaustradas.

Me detuve ante un estupa y su urna de plata

que reflejaba mi rostro asombrado, orgulloso

de compartir el privilegio de aquel paraíso

con gentes de corazón tan puro y tan alto conocimiento.

Alguien que pasó a mi lado se detuvo, me saludó.

Era un hombre joven, vestido con un curta tradicional.

Me habló tímidamente, sonriendo:

«No destines demasiado tiempo

a la contemplación de los obeliscos

imaginando que están erigidos en tu honor.

Incluso si fuera como deseas,  moverte en el Surya Namaskara

será siempre tu único y verdadero logro…

¿Deseas preguntarme algo, bhai?», me ofreció,

como si formara parte de un cuerpo de voluntarios

preparados para orientar a los recién llegados.

«Tal vez. Muchas cosas», contesté sorprendido

mientras trataba de sobreponerme a su consejo,

pero recordé la reciente charla, la futilidad de las preguntas

cuando no son imprescindibles, y decliné su ofrecimiento:

«Pensándolo mejor, no, está bien así, sukriya, joven amigo».

Recordé al momento una información que sí me sería útil recibir

y lo detuve con un leve gesto de la mano:

“Sí tengo una pregunta: ¿La salida?”

El joven sonrió satisfecho de poder ayudarme

y de que no le guardara rencor por su consejo no pedido.

Colocó en su frente una mano en forma de visera,

escrutó el horizonte en todas direcciones,

miró al cielo y al suelo, negó con la cabeza,

apuntó con su dedo hacia mí, después al sol.

«Surya se aleja», respondió sin más,

al tiempo que movía la cabeza, esta vez afirmativamente,

juntaba sus manos frente al rostro

y desaparecía entre la bendita multitud de la ribera.

«Pues claro», le grité agradecido al tiempo que le devolvía el saludo,

aunque ya no estaba, «por aquí se entra y por aquí se sale».

Un paso más, un suspiro, una palabra, un gesto…  Y estuve fuera.

Hubo un cambio de luz, ahora más pálida y real,

ya sin el oro de los tigres. Como correspondía.

«El espacio es una forma del tiempo. El tiempo es el portento».

Me pareció que ahora sabía que sabía (o tal vez conocía) algo de ello…,

de nuevo junto a un río del Cielo de aguas cristalinas

por el que ya no navegaban barcos o junto al que ya no caminaban multitudes.

Me pregunté si el paraíso no sería un lugar de presentimientos

y dichosas conjeturas,

un continuo fluir de inaprensibles sensaciones

a las que había que renunciar al tiempo que se percibían,

donde se disfrutaba de una felicidad intangible e invisible,

apenas respirada, escuchada, paladeada en el aire que escapaba,

en el agua que fluía…

Como un mango arquetípico o una manzana ideal,

sólo visibles con los ojos cerrados,

que no podían ser arrancados del árbol, ni tocados,

ni, por supuesto, mordidos…

Con sus sabores esfumándose en mi mente, sabores de la vida,

me dispuse a dejarlo todo fuera,

incluso el secreto recuerdo de Loquenoseve.

Debía finalizar mi Surya Namascara,

pues el sol se ponía en la llanura de Haridwar

y los Himalayas se alejaban despacio,

sus poderosos hombros arropados por dhoti de neófito.

Canción de Naray (Fragmento de Saludo al sol)

¡haab sará!

sobre la cubierta arbórea de la tierra la nube surgida del mar

el espíritu del agua

sobre nuestras cabezas desaparece la separación

tan llena de vacíos ¡ah, todo ese inmenso espacio!

 

el contento de nuestros corazones

invade de paz este bosque de estrellas

savia de vida y amor

asciende una a una por las hojas

nuestra alegría brilla en una galaxia lejana

pequeño instante

nuestra casa en la tierra ¡haab sará!

se expande ¡un segundo universo!

 

volamos indemnes el tiempo

nuestras manos juntas y extensas alas

lluvia que canta en nuestras voces

lenguas que la lluvia habla en nuestras lenguas

 

¡haab sará!

más allá de los límites últimos

más allá del lugar donde dice ‘más allá

hay dragones, misterios y nada

y miedo a volver a la nada’

¡haab sará!

más allá de los límites de nuestra existencia

donde el fin es otro principio

bosques

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Saludo al sol: Sensaciones de unión

Cuando llegamos al ejercicio conocido como ‘Saludo al sol’ las sensaciones de unión se multiplicaron. Los movimientos se encadenaban en una danza de ritmo indescifrable. Aparentemente era como otras veces, pero mi cuerpo había comenzado a adoptar la forma y figura que me parecía recibir directamente de la voz y de los pensamientos del maestro. Mis respiraciones ejercían una eficiente labor de enlace entre los diversos elementos físicos puestos en juego. Pronto aparecieron sentimientos a los que pocas veces me había expuesto o incluso había rechazado con esquemático positivismo. Algo oculto en mi interior empezaba a salir a la luz. Salía para después disolverse con mansedumbre y extrema placidez. Era mi cuerpo expresándose. El saludo al sol bajo las indicaciones del maestro estaba liberando algo largamente apresado. Me di perfecta cuenta. Ese algo era yo.

Ejecutábamos las doce posiciones como si fueran solo una, en momentos sucesivos que terminaron fundidos en un único instante, produciéndose una gozosa alteración de las dimensiones espaciotemporales: brazos, piernas, manos, corazón, cerebro, todos los miembros externos y órganos internos reunidos en una sola acción y siguiendo una secuencia de ejecución. Como una vida entera fragmentada, compleja, vista día a día, en la que cada elemento terminara ubicado en su sitio exacto y haciendo su trabajo para conformar un único argumento inteligible y satisfactorio. O como una sinfonía en la que cada nota terminaba encajando y siendo un elemento de la unidad. Ese sentido de unidad, la que se producía entre el cuerpo, la mente, la respiración y el tiempo en que todo estaba discurriendo, resultaba ser la clave. Empecé a comprender mucho antes de saber, pues hay una cierta comprensión que no tiene formas ni palabras. En algún lugar, en medio de una cerrada oscuridad, se encendió una luz. No alcanzaba a iluminar espacios reconocibles pero indicaba una dirección hacia dónde caminar. Seguí el rastro. Al final se abría en un círculo más amplio. En ese lugar, situado a una distancia indeterminada, sin relevancia cuántica, estaba ella y también estaba yo. Los dos, cada uno por separado y entre nosotros, estábamos negociando los términos de un tratado de paz.

Aquel saludo al sol fue un gran momento. Cuando terminó la clase tomé una decisión que deseaba llevar a cabo de forma inmediata, imperiosamente. Me iba de viaje. No sabía exactamente por qué, pero a descubrir otro mundo, otra vida, a desvelar mi propio misterio. No sabía tampoco a dónde aunque lentamente fue dibujándose en mi mente un destino aproximado. Sería por mar y hacia el este. Iría en busca de la luz, al otro lado del túnel, a por el sol, a enterrar definitivamente mi culpa, mi desesperanza, mi temor, más allá del horizonte.

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El sentido de todo: Silencio y meditación

Prefacio a Saludo al sol (Novela).

Te advierto, hipotético lector, que esta novela es una contradicción en sí misma, pues la mayoría de las situaciones y sentimientos descritos en ella sólo pueden ser plenamente experimentados a través del silencio y la meditación. Utilizar palabras con tal intención es la primera de las numerosas paradojas que registran sus páginas.

Sirva de atenuante que me acuciaba la necesidad del relato. No he tenido otra opción: igual que los alpinistas escalan una montaña simplemente porque está ahí, yo me he encontrado en mitad del camino con una gozosa experiencia que necesitaba explicación y reclamaba ser transmitida.

Una novela. Ficción. La música habría sido tal vez más adecuada, si se hubiera contado entre mis habilidades. Los raga, el contrabajo, el harmonio, el didgeridoo,… De hecho, el sonido diverso del mundo es también parte del argumento. A través de su evocación frecuente he vislumbrado sensaciones que no podía iluminar sólo con palabras.

Palabras para explicarlo todo. Tanto y tan poco… Pero tanto como para descubrir que si al escribirlas, pronunciarlas, leerlas o escucharlas, las dejas respirar y moverse con toda su carga de poesía, sentido y revelación, como un asana de yoga, como el «Saludo al sol», son capaces de conectar con una realidad diferente, una superrealidad literal donde recrear las emociones y el espíritu de un viaje tan personal como el aquí referido. Ojalá que lo identifiques con tu propio viaje y que esa conexión se produzca también con tu propio espíritu.

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Cita

Citas que me expresan (Saludo al sol)

“The most beautiful and deepest experience a man can have is the sense of the mysterious”.(How I see the world. Albert Einstein).

“Consiste, pues, la perfección de las cosas en que cada uno de nosotros sea un mundo perfecto, para que por esta manera, (…), se abrace y eslabone toda esta máquina del universo, y se reduzca a unidad la muchedumbre de sus diferencias”. (De los nombres de Cristo. Fray Luis de León).

“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar sólo los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar, no sea que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido”.  (Walden. Henry David Thoreau).

“Tom…¿Saben todos en el mundo…que están vivos? (El vino del estío. Ray Bradbury).

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Inicio de Saludo al sol: Ulises despierta y recuerda a Marion

Me di cuenta de que estaba vivo nada más despertar, aunque por momentos creí que todavía soñaba. Te urge, Ulises, lo sabes, lo revelador no es estar vivo, sino sentirlo con esta fuerza incontenible, turbadora, perentoria… Y no, no estás soñando.

No fueron los oídos o los pulmones los que me alertaron, ni el rítmico mensaje del corazón, ni siquiera el destello de la primera conexión sináptica del día… Piensas, luego existes. Parece sencillo. No lo es tanto: El recurso del método cartesiano es poco útil en tu actual estado de lúcida ensoñación. Los procesos fisiológicos habituales no eran la causa, sino el efecto. Yo podía activarlos uno a uno, como si manejara un cuadro de luces capaz de iluminar el gran escenario del mundo.

Tomas conciencia de tu respiración y tus latidos, de tu cuerpo, tus capacidades y tus pensamientos. Mezclados el desmedido anhelo de la vida y la incierta noticia de la muerte, de nuevo, por segunda vez en unas pocas horas. Significativo que una de las acciones a la que antes te sientes impulsado sea sentarte a relatar las peripecias de tu recién concluido viaje. Ahí, en el viaje, están las claves de lo que te está sucediendo.

Inspiré profundamente, pero el aire no llegó a producirme la satisfacción esperada. Podía hacerlo mejor. ¡Sabía hacerlo mejor! Cada mañana al despertar me había encontrado inadvertidamente con la vida tras las habituales reacciones psicosomáticas y había respirado según las normas básicas de supervivencia, de forma automática e inadvertida. Hoy es bien diferente: Se trata de tu capacidad para ser y saber que estás vivo. Es el amanecer de un nuevo comienzo. Escuchas… esta voz…, que te habla desde el otro lado del silencio…, luego existes. (1)

Me llevaría una buena parte del día describir aquella sensación de una manera fiel. Me costaron especialmente los matices que modificaban la acepción primera de la proposición aparecida en mi mente nada más despertar. Porque, ¿qué era de verdad ‘darse cuenta’?, ¿cuál era esa otra forma de ‘estar vivo’? Tal vez fuera una cuestión de matices, pero se trataba de matices trascendentes. Comprenderlo del todo, sospeché, me ocuparía el resto de mi existencia.

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Saludo al sol: Cuadro de contenidos y esquema del viaje

Este es el resumen argumental, con todos los movimientos, lugares, momentos, encuentros, referencias que surgen a lo largo del itinerario. Fue muy útil para organizar, visualizar el conjunto, controlar las fronteras…

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Here comes the sun!


Es 21 de Junio, la noche del solsticio de verano, en una playa al sur de Mahón. Incierta claridad apunta por el este. Canta George Harrison: «Here comes thes sun, here comes the sun and I say, it´s all right».

Descubrí el yoga a esa edad en que el escepticismo deja de ser una pose o una actitud mental de independencia, para convertirse en un filtro que la experiencia teje ante la mirada por costumbre, miedo o simple confort intelectual, haciendo así del mundo un continuo déjà-vu carente de emociones y de brillo. Saludo al sol es el relato de ese descubrimiento, un verdadero viaje en busca del sentido con el propio cuerpo como punto de partida y de llegada.

Se trata de un renacimiento en el momento en que Ulises, nuestro protagonista, afronta los mayores cambios que el tiempo inflige al ser humano, incluido el mayor cambio, el que desde el momento de nacer se acerca inexorablemente y al que nos resulta tan difícil mirar de frente y mucho más aceptarlo con la misma admiración con que asistimos, por ejemplo, a una puesta de sol.

Leon Alair es un seudónimo. Como la historia relatada aquí, resulto tan imaginado como real. Tal vez por eso soy un imaginado pertinaz, pues Saludo al sol es mi segunda novela, tras Ariadna en la frontera de la luna. Soy como Ulises un personaje del autor, al cual le gusta pensar que sólo deja de lado su nombre de ciudadano para no interferir con… el sentido. Pero no se oculta (ninguno de los dos lo hacemos), al contrario: ¡cómo habría de ocultarse quien ordena sus vivencias, sus fantasías, sus sentimientos y su voz en una cuántas hojas de papel o tinta electrónica para someterlas a público escrutinio!

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Leon Alair

Argumento de Saludo al sol

En los pocos minutos que dura el ejercicio de yoga que da título a la novela, Ulises realiza un viaje que lo cambiará para siempre. Irá en busca de la paz, de la libertad, del sentido, con su cuerpo como puerto de salida y arribada. Tres mundos, el real, el de los sueños, el de los pensamientos: infinitas rutas para los encuentros. Cuerpo, tierra, espíritu, serán las dimensiones en las que se desarrolle una aventura a través del misterio y el asombro de la vida.

Ulises ha encontrado en el yoga alivio a la pérdida de Marion y a la expectativa de una amenazante enfermedad. Pero un día durante el saludo al sol que dirige Elid, un respetado maestro, experimenta vivencias que le hacen ver más allá y escuchar con claridad lo inaudible. Hará un gran viaje persiguiendo la luz, a desterrar su culpa, su desesperanza, su temor…

Una voz de incógnito origen lo acompañará mezclándose con los sonidos del mundo. Contarán los dos, relatarán la voz y él, indistintamente, con sus respectivos puntos de vista. En una cala de la isla de Menorca pasa la noche previa al solsticio de verano. Cuando amanece inicia un saludo al sol. Dentro y fuera, desde el silencio, todo se expresa con claridad. Escucha: Sus ojos, músculos, manos, órganos,… Y el aire, el mar, las estrellas que se apagan, la percepción de cada estímulo… El mundo abierto, la vida exuberante, el extenso tiempo, el lento espacio. Lo que deleita y lo que hiere. Lo físico… y lo metafísico.

Algo fascinante sucede nuevamente. Sin abandonar la playa se echa al mar convertido él mismo en una nave. Se queda en la orilla y se aleja. Al mismo tiempo, pero no en el mismo tiempo, rastreando su interior y explorando el mundo; una nueva Odisea lo ha de llevar por mares mucho más remotos que los navegados por el héroe homérico: A través del agua, del aire, de la luz, impulsado por el viento o volando con él, dará la vuelta completa a la esfera terrestre sin perder de vista la guía de la estrella diurna, hasta regresar al lugar del que nunca se fue, justo en el ocaso de la siguiente jornada.

Cada movimiento del saludo al sol, atento e intencionado, será la etapa de un periplo lleno de encuentros y sucesos en cualquiera de las dimensiones que transite: un marino enigmático que busca merecer la vida, un anciano alpinista perseguido por la montaña, un niño, él mismo, Ulises el Joven, del que recibe y al que da imposibles consejos, sus propios corazón y cerebro, que se encuentran por primera vez, y se hablan fraternalmente, sus antepasados desaparecidos, todos ellos hasta el primero, junto a los que entona su propio obituario, la tierra como gozosa amante, tan cercana y a la vez difícil de encontrar, un nuevo salto evolutivo para el sapiens, un paraíso del conocimiento, una prisión paradisíaca, un nuevo mundo naciendo de una mirada… Continentes, mares, cielos, archipiélagos conocidos o no… Geografía, fisiología, sentimientos, espíritu,… todo uno, todos parte de lo mismo. Al final, y en el fondo de cada historia, encontrará lo esencial: el ser, la razón de ser, el momento presente como único patrón temporal, la conciencia de existir, el perdón de Marion y la aceptación del pasado, la paz…

La novela acerca sensaciones que los ‘buscadores de conciencia’ experimentan de forma silenciosa y privativa, sin embargo la imaginación prevalece en todo momento sobre cualquier otro objetivo o posibilidad. La palabra es lo que cuenta. Palabras. Tanto y tan poco… Pero tanto como para descubrir que si al escribirlas, pronunciarlas, leerlas o escucharlas, las dejas respirar y moverse con toda su carga de poesía, sentido y revelación, como un asana de yoga, como el saludo al sol, son capaces de conectar con una realidad diferente, una superrealidad literal donde recrear las emociones y el espíritu de un viaje tan personal como el aquí referido. Ojalá que el lector lo identifique con su propio viaje y que esa conexión se produzca también con su propio espíritu.

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