En Haridwar, cuando yo no sabía que sabía…

En Haridwar, cuando yo no sabía que sabía…

Llevé hacia el norte mi saludo al sol,

viajero en compañía de una luz recién amanecida,

ancha, extensa, pálida,

resuelta a ser acrecentada en su fulgor,

buscadora del más alto reflejo para su claridad de estrella vehemente.

Con ella me posé a los pies del Himalaya,

dhoti de neófito arropando sus poderosos hombros,

y de su seno, elevadas aristas,

agotadoras rocas deformadas por luces y por sombras,

afilado hielo ensangrentando el cielo despavorido.

Su cuerpo eternamente agónico y naciente resonaba

propagando la sempiterna consigna de su reino:

«El espacio es una forma del tiempo, que es el prodigio».

Pero yo no sabía que sabía…

Descendí por un sinfín de veneros

como si lo hiciera en el cabello de Shiva,

otorgado bajo forma de arroyo. Afluente, riachuelo,

fui cauce infinito componiendo con agua turbulenta

el río del Cielo.

Hasta que el valle se hizo llamar llanura en Haridwar.

Seguí aquel ancho curso haciéndose más y más tranquilo.

Me detuve con él, atento, cuidadoso, dispuesto para ‘algo’, no sabía…

Sacudí el polvo de mis ropas, me alisé el cabello,

lavé mis manos en el agua bañada por el sol.

Luego me sumergí yo entero, preparado para ‘algo’.

Ignoraba por qué, en aquel extraño orden, me cubría de dignidad.

No sabía que sabía, ¡estando tan cerca de Loquenoseve!,

sin geografía, tiempo, ni acomodo físico.

Un nombre de misteriosa transparencia en el rumor del viento,

disuelto en cuentos de antiguas caravanas, de boca en boca propagados

por cada esquina de la antigua Mathura…

Paraíso escondido solo por la contumaz ceguera de los hombres,

allí se llegaba sin quererlo, dejándose llevar por versos o canciones,

exponiéndose a la gracia de pinturas o grabados,

iluminado por el relato de los sueños

por amor, pureza o compasión. Nunca por azar.

Ni mérito, ni seguimiento de ninguna regla.

No era el fin o el afán lo que capacitaba.

Por allí no se pasaba, aquel lugar se descubría.

Y yo tan sumamente cerca, sin saber que sabía

que Loquenoseve era un paraíso donde se repartían bendiciones

en forma de deseos cotidianos:

‘¡Buenos días, amigo, viaje, viajero, hermano, compañero!

Que tengas suerte, pásalo bien, sé feliz, regresa pronto…’

Dispuse mi apariencia mimetizado con el río del Cielo.

Fui agua primero, de lluvia o de deshielo, recogiéndome

gota a gota en las fuentes rumorosas de montes aledaños o lejanos,

luego seguí fluyendo en calma por orillas amigables, remansado,

estremecido de emoción antes de traspasar los límites,

amando el intacto momento de la dicha

sin suponer ni por asomo que pudiera ser tocada.

Sólo había que llegar y disfrutar la espera,

ajeno a recompensa o pretensión alguna.

¡No sé cómo lo supe ni por qué, o siquiera si fue así…!

Pero supe de otra condición definitiva.

Una vez a las puertas, había que hacerse parte, parte del todo.

Había que volverse trasparente con el agua,

y ‘hacerse de allí’, en un gesto de humildad elocuente y generoso.

Aquel marcado por su origen de forma tan perenne

que no pudiera olvidar de dónde procedía,

quiénes eran ‘los suyos’ o en qué creía, tendría cerrado el paso.

Sólo siendo se estaba, sólo así, se entraba.

Los que eran aceptados lo advertían porque podían darse la vuelta,

satisfechos simplemente contemplando sus invisibles límites

y sabiendo, como yo creía que sabía, al fin, en aquel momento.

Estaba allí, saludaba al sol, consciente de mí mismo en aquel todo.

Nada más necesitaba para estar conforme: Podía regresar.

Tal vez por eso me fue franqueada una puerta que siempre estuvo abierta.

Un paso más, un suspiro, una palabra, un gesto…  Y estuve dentro.

Hubo un cambio de luz, tal vez más irreal. Como correspondía.

Allí era más como de atardecer inmóvil, pintado

sobre un gran escenario de tierra inmensa, suave,

verde, dorada, cruzada por el cauce del río del Cielo

que era tan limpio como son todos los ríos

en los recuerdos de la infancia, bajo el sol y en los sueños.

Pacíficos barcos blancos navegaban en la dirección del agua.

El agua ancha y el cielo azul, todos seguían su curso. Hacia el mar.

Despacio, porque el río creaba sus márgenes a medida que fluía.

Y fluía despacio, haciendo a conciencia su trabajo.

No me asombré: Me pareció que había visto antes

el nacimiento de sus regiones descollantes y feraces

sumándose a las ya benditas por sus pretéritas orillas.

Como su fluir nunca se interrumpía, pues el agua del alma es inagotable,

su desembocadura era un destino legendario

y el mar, epítome de la esperanza nunca realizada.

Nadie habría querido ser el agua de ese mar eternamente burlado;

todos querían ser el agua dulce de este río y discurrir en su cauce.

En sus riberas se congregaban multitudes.

Razas, creencias, naciones, lenguas;

pero no desfilaban con banderas,

no coreaban el nombre de ninguna tierra con orgullo,

ni ostentaban sus rasgos, sus acentos, sus ideas, como común señal de identidad.

Aquí se venía solo, de uno en uno.

Se caminaba junto al río, se cantaba, se cogía el agua a manos llenas.

Los había que ansiaban recibir algunos dones superiores:

sabiduría, felicidad, contacto con lo divino. ¡La mayor expectativa!

Otros tan sólo deseaban pequeños regalos cotidianos:

buenas cosechas, la curación de una enfermedad

o suerte para encontrar un empleo.

Algunos parecían empeñados en recibir una limosna

de los más afortunados, sólo por poder entregar sus bendiciones,

aunque las distribuyeran igualmente sin retribución.

Todos aparecían resplandecientes y dichosos,

iban y regresan a la orilla, hacían sus peticiones,

danzaban, meditaban, oraban o lloraban ensimismados.

Muchos se sumergían en sus aguas limpias, que admirablemente

se purificaban todavía más con el contacto de su cuerpo.

Por donde pasaba, admirado entre amistosa muchedumbre

que exhibía ropas y sonrisas de todos los colores existentes,

era invitado a compartir, cantar o enredarme entre las cuerdas de un sitar

que desgranaba dulcemente ragas de media tarde.

Me deleité con todo sin detenerme demasiado,

decliné con prudencia los ofrecimientos de quedarme

pues me parecía imposible elegir. Sabía que no sabía suficiente…

Una isla de higueras sagradas emergió, exuberante de silencio,

en el corazón del pacífico tumulto.

Un isleño se dirigía a una pequeña concurrencia,

heterogénea como la multitud que se movía alrededor en oleadas.

Todo escuchaba. Y yo era parte.

Desde el opulento verde de las copas, las hojas

tendían al suelo sus zarcillos sensibles a la brisa,

como antenas inversas, buscadoras de la palabra primavera.

Interesadas en la explicación, se habría dicho.

Y que se estaba hablando de ellas, podría deducirse.

Tal vez fuera así. Por esa razón nada más, me detuve: para saberlo.

Fui cauteloso hasta alcanzar con sutileza las palabras dichas,

mas no lo suficiente, pues el orador detectó mi presencia.

Me indicó que me uniera a ellos con un gesto inequívoco y cordial,

¡y me llamó por mi nombre!

No me sorprendió, pues yo, de hecho, conocía el suyo.

Me senté en el suelo, en una elevación tras los demás.

Podía ver a todos claramente y oír que me tomaba como ejemplo.

Alguna argumentación expuesta cuando yo todavía no estaba…

«Mirad al visitante que acaba de unirse a nuestro grupo”,

dijo, sin señalarme siquiera con los ojos,

y aun así todos sabían sin volverse a quién se refería.

«Es un desconocido, a primera vista. También para mí,

aunque lo he llamado por su nombre.

Un acontecimiento excepcional del tiempo,

en este espacio sin tiempo que gozamos en Loquenoseve.

Podemos averiguar sobre él preguntándole de dónde viene,

cómo ha llegado y por qué se ha acercado hasta nosotros,

estando como están estas orillas llenas de un gentío que ofrece y canta,

y siempre acepta a cada desconocido como amigo,

hijo, hermano al que agasajar o con el que celebrar».

El orador cuyo nombre conocía,

isleño navegando las olas del silencio, hizo una pausa.

No esperó a que esperaran que aclarase nada.

Confió en que confiaran.

Cualquier pregunta se revelaría finalmente innecesaria.

Las claves se harían evidentes sin decirse.

Sin decir siquiera que la luz es más importante que los objetos que ilumina.

Y luego prosiguió:

« El paso le ha sido franqueado al que camina tras el sol,

pero su viaje no termina entre nosotros,

se ha detenido solamente a compartir curiosidad

con las hojas sensitivas de las higueras sagradas

y sombra con los sonidos de esta isla de silencio.

Es claro que busca lo que ignora,

y que ignora todavía que conoce.

A quien quisiera sostener que es un desconocido,

le diré que lo es tan sólo de una forma irrelevante.

Sabemos ya qué es, y su nombre es transparente

para el quiera mirar sin intencionalidad inquisitiva,

más allá del deseo de saber, por conocer tan solo .

El saber que busca un objetivo,

a veces descubriendo, a veces violentando,

genera una sed insaciable de saber más.

un estado extraordinario, imprescindible tal vez

para la especie y el individuo.

Pero inútil para el ser.

Sin saber seguiríamos en la edad remota.

O tal vez no, tal vez conocer profundamente

nos habría evolucionado de otra forma.

Más despacio, quizás, pero con menos sufrimiento.

¿Más deprisa, quizás, de esa manera?»

Un nuevo y elocuente silencio. Tiempo. Prolongado.

El orador cuyo nombre conocía me miró de forma amistosa y sostenida,

y volvió a enviar al viento sus palabras, sobre la espuma y las olas del silencio:

«Ha llegado hasta aquí, y está sentado como uno más entre nosotros.

Respira en calma, no hay temor alguno en su rostro.

Hemos estado juntos una fracción de nuestro inexistente tiempo,

tomado el mismo aire, recibido la misma claridad,

habitando el mismo círculo de paz.

Un pequeño fragmento de vida compartida

con este extraño acontecimiento excepcional.

¿Es de verdad extraño? Miradlo ahora de nuevo, os lo ruego».

Esta vez todos se volvieron hacia mí de forma simultánea,

incluso los zarcillos y sus hojas con más curiosidad que nunca

aunque sólo buscaban escuchar la palabra primavera.

Detrás de aquella lluvia de miradas había un cielo sin nubes.

Agradecí el momento.

En cualquier otro lugar, habría resultado intimidatorio,

pero no allí. No allí.

No me sentí interrogado por aquellos rostros,

sino aceptado y abrazado.

No percibí intención de registrar información

indicadora de mi presunta identidad.

Fui invitado a mostrarme como era,

con una naturalidad que me hizo reconsiderar

el conocimiento que de mí mismo poseía.

Me vi desde sus propios ojos y a la vez desde los míos.

No la imagen ni la máscara de una persona,

no el perfil plausible o la suma de rasgos y carácter,

sino una descripción de mí profundamente comprensiva.

Nunca antes había alcanzado a vislumbrarme de aquella forma.

Creía que sabía. Que sabía eso, al menos.

Respondí con serena neutralidad,

tanto por expresar mi complicidad sincera,

cuanto por no modificar el verdadero semblante del objeto

observado… por causa de los observadores.

A pesar de que eso ya no importaba nada, era un vestigio,

sólo tenía el valor de lo descriptivo.

Era una antigua forma de mirar y de mirarse,

en la que el aspecto resultaba ser

el primer y principal elemento definitorio de una persona.

«Aquí», manifesté navegando yo también,

sobre la espuma del silencio en la cresta de las olas,

isleño ya de gesto imperturbable,

«el cuerpo cansado, los sentidos atentos, la actitud confiada y prudente,

respira un hombre libre

que solo desea pronunciar la palabra ‘primavera’».

Las hojas vibraron de júbilo movidas por la brisa.

Un anciano se puso en pie, saludó con la cabeza, habló despacio:

«El conocimiento opera de una forma diferente al saber”.

La mujer a su lado parecía una avezada productora de silencio:

«El conocimiento hace caso omiso de los detalles.

Se centra en lo esencial”.

Otros isleños fueron tomando su ola:

«Lo esencial es que sabemos lo que es

sin necesidad de averiguar quién es. Nos basta imaginar».

«Para saber quién es, habría que exponerse a una pregunta.

Pero hay que elegirla bien: preguntar es demasiado importante,

y no porque siempre permita ir más profundo».

«Preguntar quién es tan sólo para saber,

violentaría la secuencia natural del conocimiento,

que se manifiesta observando adecuadamente

y se perfecciona con la espera».

«Intentar saber fuerza la realidad,

especialmente si avanza derribando los márgenes

del conocimiento previo sin haberlo llegado a entender».

«La razón eleva luces para iluminar el camino.

En su esfuerzo por aclararlo todo,

arrastra a veces conocimientos esenciales, los envilece,

pero la razón está a menudo más cerca del conocimiento que el saber».

«Los hombres requieren del conocimiento para vivir en armonía

y del saber para afirmarse como individuos y como grupo dominante».

«El saber busca la verdad, es un medio.

El conocimiento es la verdad. Ese es el fin».

Ni las hojas jubilosas de las higueras sagradas,

ni la respiración de tantos pechos, ni la voz de tantos corazones,

pudieron oírse en el silencio que siguió,

pero sí sonaron dentro de mí las palabras unánimes de todos ellos, juntos:

«Lo que eres y quién eres te es revelado

cuando te interrogas y te reconoces.

Lo que haces hoy, lo que das ahora,

lo que te ha traído hasta Loquenoseve,

lo que te esfuerzas en comprender en este preciso momento…

El que desea saber quién es cada día

debe interrogarse cada día.

El amor es sólo presente: el que ama, ama ahora».

El orador cuyo nombre conocía se dirigió a mí:

«Quizás alguna vez te quedes lo suficiente para ser nuestro guía».

«Volveré; espero. Debo aprender más de paraísos y conocimientos.

No creo que pueda guiaros en nada,

sin embargo será un placer serviros de ocasional motivo. Como ahora.

Tu improvisación, en mi llegada, fue impresionante».

«Entrabas en nuestros planes desde hace tiempo.

Te conocíamos suficiente como para esperarte.

Has podido llegar, ya sabes, eso es suficiente para saber quién eres.

Jugábamos con ventaja.

Ahora me temo que el sol te pide partir», concluyó,

señalando el oeste donde el río del Cielo se perdía,

y el disco solar descendía hacia el horizonte

“¡Namaste!”, nos saludamos a la vez,

y abandoné el bosquecillo de higueras sagradas,

las hojas agitando sus antenas en señal de despedida.

Regresé entre la multitud, a los anchos paseos

donde el sol exhibía el postrer oro de los tigres,

junto a la suave corriente, ribera abajo, como correspondía,

observando los barcos, la multitud, las hermosas esculturas,

las diyas arder sobre las balaustradas.

Me detuve ante un estupa y su urna de plata

que reflejaba mi rostro asombrado, orgulloso

de compartir el privilegio de aquel paraíso

con gentes de corazón tan puro y tan alto conocimiento.

Alguien que pasó a mi lado se detuvo, me saludó.

Era un hombre joven, vestido con un curta tradicional.

Me habló tímidamente, sonriendo:

«No destines demasiado tiempo

a la contemplación de los obeliscos

imaginando que están erigidos en tu honor.

Incluso si fuera como deseas,  moverte en el Surya Namaskara

será siempre tu único y verdadero logro…

¿Deseas preguntarme algo, bhai?», me ofreció,

como si formara parte de un cuerpo de voluntarios

preparados para orientar a los recién llegados.

«Tal vez. Muchas cosas», contesté sorprendido

mientras trataba de sobreponerme a su consejo,

pero recordé la reciente charla, la futilidad de las preguntas

cuando no son imprescindibles, y decliné su ofrecimiento:

«Pensándolo mejor, no, está bien así, sukriya, joven amigo».

Recordé al momento una información que sí me sería útil recibir

y lo detuve con un leve gesto de la mano:

“Sí tengo una pregunta: ¿La salida?”

El joven sonrió satisfecho de poder ayudarme

y de que no le guardara rencor por su consejo no pedido.

Colocó en su frente una mano en forma de visera,

escrutó el horizonte en todas direcciones,

miró al cielo y al suelo, negó con la cabeza,

apuntó con su dedo hacia mí, después al sol.

«Surya se aleja», respondió sin más,

al tiempo que movía la cabeza, esta vez afirmativamente,

juntaba sus manos frente al rostro

y desaparecía entre la bendita multitud de la ribera.

«Pues claro», le grité agradecido al tiempo que le devolvía el saludo,

aunque ya no estaba, «por aquí se entra y por aquí se sale».

Un paso más, un suspiro, una palabra, un gesto…  Y estuve fuera.

Hubo un cambio de luz, ahora más pálida y real,

ya sin el oro de los tigres. Como correspondía.

«El espacio es una forma del tiempo. El tiempo es el portento».

Me pareció que ahora sabía que sabía (o tal vez conocía) algo de ello…,

de nuevo junto a un río del Cielo de aguas cristalinas

por el que ya no navegaban barcos o junto al que ya no caminaban multitudes.

Me pregunté si el paraíso no sería un lugar de presentimientos

y dichosas conjeturas,

un continuo fluir de inaprensibles sensaciones

a las que había que renunciar al tiempo que se percibían,

donde se disfrutaba de una felicidad intangible e invisible,

apenas respirada, escuchada, paladeada en el aire que escapaba,

en el agua que fluía…

Como un mango arquetípico o una manzana ideal,

sólo visibles con los ojos cerrados,

que no podían ser arrancados del árbol, ni tocados,

ni, por supuesto, mordidos…

Con sus sabores esfumándose en mi mente, sabores de la vida,

me dispuse a dejarlo todo fuera,

incluso el secreto recuerdo de Loquenoseve.

Debía finalizar mi Surya Namascara,

pues el sol se ponía en la llanura de Haridwar

y los Himalayas se alejaban despacio,

sus poderosos hombros arropados por dhoti de neófito.

En busca del sentido y el conveniente contrapunto para tanta inmensidad…

Preparé todo deprisa y corriendo, o mejor dicho, no preparé nada, simplemente me di la vuelta tras coger lo poco que consideré indispensable, y al día siguiente, tras embarcarme en un par de aviones, quizás tres, que cogí en el último minuto por pura intuición, aunque parecían estarme esperando, me encontraba ya a orillas del Mediterráneo, en el barco que me llevaría a la otra orilla, el otro lado de una huidiza frontera. Me movía un irresistible deseo de comprender lo que me estaba sucediendo y sentir mi tiempo, pero me había puesto en marcha un ejercicio sublime de yoga, la amenaza de una enfermedad y la búsqueda de una paz que, según creía, sólo el olvido de Marion me podía proporcionar. “Debo sentir el pulso de los días, saborear sin prisa cada paso, olvidar que desaproveché la oportunidad de vivir…”. Fueron las únicas notas que tomé en todo mi viaje y lo hice justo antes de embarcarme. A pesar de su sinceridad, eran unas cuantas buenas intenciones que sonaban a meros eslóganes. Palabras. Fantasmas, abalorios, invocaciones repetidas ritualmente según la ocasión o el momento. Me hice el firme propósito de no permitirles la menor ligereza o vacuidad. Este viaje también sería para despertar las palabras a su verdadero sentido, el más personal y revelador. Quería llevarlas conmigo, someterlas, obligarles a salir de su coraza estereotipada y abrirse a mi verdad interior; quería sentirme explicado, entenderme, descubrirme, tal vez incluso curar mis males por su mediación, en una suerte de conjuro que me permitiera librarme de mi enfermedad y también, al fin, ahuyentar la maldición que me perseguía desde la muerte de Marion.

Durante años había vivido sin saber por qué, sin preguntarme por qué, puesto que me pareció una pregunta sin respuesta. Creí elegir por mí mismo cuando llegaban las bifurcaciones y seguía mi camino en pos de algo parecido a un destino, pero se trataba más bien de la aplicación de una fuerza sin sentido ni propósito. Pura inercia. Lo que encontré lo había dejado perder. Finalmente, había elegido partir. Lo único que tenía por seguro, y todavía no sabía por qué, es que debía llegar cuanto antes hasta una cala de la isla de Menorca que no era sólo un lugar: Para ser determinada con exactitud su posición se habrían necesitado coordenadas y variables más allá de las propiciadas por el espacio y el tiempo…

En cuando estuve allí supe que aquel era mi destino y al mismo tiempo el inicio de mi verdadero viaje. Enviado del silencio, corresponsal de paz dando cuenta de un milagro cotidiano, pisaba una línea fronteriza marcada por el mar y la noche… Me tumbé en la arena. Ante mis ojos, la mitad de todo lo existente. Tras el velo de una luna en cuarto menguante, reconocí patrones de estrellas en posición exacta de solsticio. Marion y yo las habíamos mirado muchas veces en remotas noches de verano. De la mano, sobre el pavimento todavía caliente del patio de nuestra casa, nos las habíamos repartido. Para ella, constelaciones enteras: las Osas, Casiopea o el Dragón. Para mí, las estrellas y los planetas que quedaban libres de su hegemonía: Altair, Vega, Júpiter, incluso Marte si nos quedábamos despiertos hasta el amanecer. A pesar de la incautación, seguían flotando en el mar de mares que era el cielo nocturno: ¡Ahora tenía la mitad de todo lo existente ante mis ojos! Aunque no pudiera ver más que una leve capa de espuma cósmica sobre la que discurría la vía láctea. Detrás, tras la tangente dibujada por mi espalda sobre la curvada línea de la tierra, se disponían en formación las constelaciones de las antípodas, anunciando la otra mitad, todo lo demás, invisible desde mi posición pero imprescindible como parte esencial de la totalidad que es la unidad. Y yo en el centro, frágil bisagra de una conjunción fantástica a la vez que evidente. Nada del otro mundo, algo cotidiano, pero la sola idea me producía vértigo. 

Necesitado de conveniente contrapunto para tanta inmensidad, me vi urgido a tomar contacto con materia más asequible, algo tangible y abarcable, capaz de ofrecer oposición y resistencia real al éter cósmico. Puse en alerta mis manos. Era como si me faltara el aire y sólo pudiera conseguirlo utilizándolas a ellas como bocas. Inicié la búsqueda perentoriamente, palpando alrededor. El tacto corpuscular y disperso de la arena escapando entre mis dedos no me pareció suficientemente sólido. “Tal vez si apareciera un guijarro…” Lo encontré de inmediato, como si yo mismo lo hubiera puesto allí antes, en el lugar exacto. Lo acaricié y después lo apreté con fuerza; suave carne contra dura piedra. Aplastante realidad. Lo sopesé en calma confiado de saber lo que perseguía: sí, ese era el contrapunto, y por algún extraño mecanismo de contagio me daba seguridad. Aun así, aprovechando al máximo la ocasión, intenté comprobar si había extraído su esencia. Enseguida comprendí. Tuve una visión fugaz, pero clarísima, de cómo en el núcleo acorazado de esa piedra pequeña envuelta en mi mano estaba encerrado una buena parte de todo lo que podría tener sentido. Sucedió de una forma sencilla, simplemente dejándome impregnar por sus características físicas (dureza, suavidad, temperatura, peso, ¡esa clase de realidad indiscutible!). Pero había algo más. Algo que la pequeña piedra en mi mano me ayudaba a percibir como si, por su mediación, me hubiera transformado en un receptor sensible a ondas no descritas por la física. Algo que no me llegaba solo a través de su contacto y que todavía no me dejaban expresar los evanescentes fantasmas que tienden a ser las palabras. También para eso había ido hasta allí: en busca de un sentido difícilmente aprehensible y expresable. Había ido para comprender, para olvidarme de mí, de ella, de todo lo que impide el esplendor ideal de la felicidad: nuestro desamor, su muerte, la enfermedad que me perseguía amenazadora,… esa imperfección fatal llamada destino.

Empezaba a sentir que todo iba estando al alcance de mi mano. Cuando se adquiere una cierta perspectiva se sabe que el único destino verdaderamente inamovible se encuentra en el pasado. Ya tenía la sensación a la vez táctil e inmaterial de un guijarro, el rumor del mar nocturno, la mitad del universo cubierto de un solo vistazo. ¡Y apenas acababa de empezar! Ni siquiera se trataba de contemplar maravillas o coleccionar momentos memorables, sólo de sopesar la esencia inasible de las cosas, como estaba haciendo con aquella pequeña piedra a la que me aferraba como si fuera la viga maestra de mi existencia, mientras una catarata de estrellas se precipitaba dentro de las cuencas insondables de mis ojos y me hacía olvidar todo lo demás. ¿Lo conseguiría al fin?

De muy lejos y a la vez de muy dentro surgieron dos deseos de los cuáles tomé nota mentalmente: “Sé tú mismo la maravilla y el momento”, me dijo una voz que llegaba de fuera, que fue replicada como un eco por otra voz que procedía esta vez de mi interior. Era un mensaje obviamente estimulante. Parecía recién salido de un manual de autoafirmación personal, uno capaz de llegar de forma bien audible. Lo que entendí verdaderamente es que debía curar antes que mi enfermedad o mi tristeza la ceguera (y la sordera) de mi mente. Grandiosa paradoja de la vida: Es tan deslumbrante la felicidad que regala y tan oscura la desdicha que ocasiona, que resulta difícil darse cuenta de lo que está pasando, de que ‘está pasando’, incluso de que la estás desperdiciando, hasta que es demasiado tarde.

Fragmento de Saludo al sol (novela) por Leon Alair, disponible en Amazon (versión Kindle)

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Here comes the sun!


Es 21 de Junio, la noche del solsticio de verano, en una playa al sur de Mahón. Incierta claridad apunta por el este. Canta George Harrison: «Here comes thes sun, here comes the sun and I say, it´s all right».

Descubrí el yoga a esa edad en que el escepticismo deja de ser una pose o una actitud mental de independencia, para convertirse en un filtro que la experiencia teje ante la mirada por costumbre, miedo o simple confort intelectual, haciendo así del mundo un continuo déjà-vu carente de emociones y de brillo. Saludo al sol es el relato de ese descubrimiento, un verdadero viaje en busca del sentido con el propio cuerpo como punto de partida y de llegada.

Se trata de un renacimiento en el momento en que Ulises, nuestro protagonista, afronta los mayores cambios que el tiempo inflige al ser humano, incluido el mayor cambio, el que desde el momento de nacer se acerca inexorablemente y al que nos resulta tan difícil mirar de frente y mucho más aceptarlo con la misma admiración con que asistimos, por ejemplo, a una puesta de sol.

Leon Alair es un seudónimo. Como la historia relatada aquí, resulto tan imaginado como real. Tal vez por eso soy un imaginado pertinaz, pues Saludo al sol es mi segunda novela, tras Ariadna en la frontera de la luna. Soy como Ulises un personaje del autor, al cual le gusta pensar que sólo deja de lado su nombre de ciudadano para no interferir con… el sentido. Pero no se oculta (ninguno de los dos lo hacemos), al contrario: ¡cómo habría de ocultarse quien ordena sus vivencias, sus fantasías, sus sentimientos y su voz en una cuántas hojas de papel o tinta electrónica para someterlas a público escrutinio!

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Leon Alair